viernes, 21 de octubre de 2011

Cuando la poesía se escribe sobre las tumbas




Por Hernando García Mejía
Especial para Día D 

 

I



El poeta Edgar Lee Masters (1869-1950) es un caso bastante curioso en la literatura norteamericana.  Abogado profesional y autor de  novelas, trabajos biográficos y numerosos libros de poemas,  pasó a la  historia y a la memoria de los lectores con  los famosos epitafios de su  Antología de Spoon River, que, aparecida en 1915, suma un total de 250 textos para lápidas destinadas al cementerio  de un  pueblo no por imaginario menos próximo y visible.
Con un poder de síntesis asombroso, Masters hace de cada uno de sus epitafios una crónica biográfica sarcástica y profunda, no obstante su brevedad. Sobre esas tumbas rústicas, abandonadas y  circuidas por la maleza, queda, nítida y redonda, la historia de quienes las ocupan. El cementerio está en la colina de la aldea, como un vigía de la eternidad. Y todos  duermen  en la colina, después de las fatigas y las penas: el minero, el  peleador, el trabajador honrado, la que murió de amor, la prostituta, el quemado vivo, el violinista, la amada de Lincoln, el solitario, el ateo, el dentista.  Todos callan bajo la tierra.  El  poeta va contando cómo vivieron y murieron:
Uno se extinguió  de fiebre.
Otro ardió en una mina.
Otro murió en una trifulca.
Otro murió en la cárcel.
Otro se cayó de un puente mientras trabajaba para su mujer y sus hijos.
El nonagenario, paupérrimo e irresponsable  borrachín, que vivió de taberna en taberna y de  parranda en parranda, rasgueando las cuerdas de  su violín, casi tan viejo como él mismo, le merece al poeta esta hermosa pregunta:
¿Dónde está el viejo  violinista Jones
que jugó con la vida durante sus noventa años enteros,
arrostrando la  cellisca con pecho desnudo,
bebiendo, alborotando, sin pensar en la esposa ni en la familia,
ni en el oro, el amor y el cielo?
En el epitafio titulado Anne Rutledge es la enterrada quien habla de sí  misma, revelando infidencias de su historia con acento noblemente patriótico:
Brotadas de mí, sin mérito y desconocida,
las vibraciones de una música inmortal:
“Con maldad para ninguno, con caridad para todos”.
Brotados de mí el perdón de millones a millones
y la faz benéfica de una nación
resplandeciente de justicia y verdad.
Quien duerme bajo estas malezas soy yo, Anne Rutledge,
amada en vida por Abraham Lincoln.
Esposa suya pero no mediante unión
sino mediante separación.
¡Florece para siempre, oh República,
del polvo de mi seno!
En esta misma línea de profunda y simplísima belleza se da también la confesión autobiográfica de Chandler Nicholas, un hombre solitario e infeliz, consciente de la inutilidad de su vida y de todo lo que hace por  dignificarla y ennoblecerla.  ¿Para qué cuidar la salud? ¿Para qué leer y meditar? ¿Para qué ser sociable y útil? ¿Para qué  nada? ¿Para qué todo?  Si alguien busca el espejo más terrible de la soledad, lea este  poema hondo de esencia y de amargura:
Todas las mañanas afeitándome
y bañándome
y vistiéndome.
Pero nadie en mi vida para deleitarse
con mi prolija apariencia.
Todos los días caminar y respirar hondo
para cuidar mi salud.
Pero, ¿para qué este vigor?
Todos los días perfeccionando mi espíritu
con meditación y lecturas.
Pero nadie con quien intercambiar el saber.
No era ágora ni casa de permutas
para las ideas, Spoon River.
Buscando, pero nunca buscado.
Maduro y sociable; útil, pero sin uso.
Encadenado aquí en Spoon River,
mi hígado desdeñado por los buitres
¡y por mí mismo devorado!


“Versado en los argumentos de los infieles”, El  ateo de la aldea, también parlante en la colina, reconoce verdades fundamentales como aquella de que “La inmortalidad no es un don sino un logro”.  Uno se imagina al hombrecito vestido de negro,  transitando por las polvorientas callejas de la aldea y tratando de convencer a los atareados vecinos de que Dios no existe. Hasta que llegó la tuberculosis y encontró, leyendo entre toses y esputos,  la luz  para comprender el misterio de lo verdadero:
Oid, jóvenes discutidores de la doctrina
de la inmortalidad del alma,
yo, que aquí yazgo, era el ateo de la aldea.
Locuaz y polémico, versado en los argumentos
de los infieles.
Pero en  el curso de una larga enfermedad,
mientras tosía hasta reventar,
leí los Upanishads y la poesía de Jesús,
que encendieron una antorcha de esperanza e intuición
y deseo que la Sombra,
guiándome rápidamente a través de las cavernas de tiniebla,
no podría extinguir.
Escuchadme, vosotros que vivís en los sentidos
y que sólo a través de los sentidos pensáis:
La inmortalidad no es un don.
La inmortalidad es un logro;
y sólo aquellos que luchen con todas sus fuerzas
llegarán a poseerla.
El dentista Sexmith  formula una crítica severa a los abusos del industrialismo y del capitalismo salvajes, que todo lo desplazan y expropian, y, con preguntas tan demoledoras como incontestables, pinta  la realidad social de la aldea, nombrando víctimas y victimarios, abusadores y abusados, y recordándonos, de paso, que la historia en este aspecto no ha cambiado sino que, por el contrario, no hace más que repetirse sin cesar:
¿Pensáis que odas y sermones
y el repiqueteo de las campanas de la iglesia
y la sangre de hombres jóvenes y viejos,
martirizados por la verdad que vieron
con ojos brillantes por la fe en Dios,
lograron las grandes reformas del mundo?
¿Pensáis que el Canto de Batalla de la República
se habría oído si el esclavo en venta
hubiera compensado al dólar dominante,
pese a la desmotadora de Whitney,
al vapor y las laminadoras, pese al hierro,
los telégrafos y la mano de obra blanca y libre?
¿Pensáis que a Daisy Fraser
la habrían puesto de patitas en la calle
si las fábricas de conservas no hubieran necesitado
su casita y su terreno?
¿O pensáis que el garito
de Johnnie Taylor y la taberna de Burchard
los habrían cerrado si el dinero perdido
y gastado en cerveza no hubiera pasado,
al cerrarlos, a Thomas Rhodes
para que vendiera más zapatos y cobijas,
capas  para niños y cunas de roble dorado?

Vamos, que una verdad moral es un diente hueco

que hay que apuntalar con oro (1).
Como parece que Masters reconoció una remota filiación clásica de  sus epitafios, hemos rastreado en algunos  autores y textos de la Antología palatina (2), en  la cual, entre epigramas  y poemas diversos, tanto serios como satíricos y humorísticos, afloran  epitafios de autores como Leónidas, Heráclito de Halicarnaso, Calímaco,  Hegesipo, Antípatro y Meleagro. Estos autores trabajaron el epitafio desde la crónica personal del difunto y en sus textos, como en los ya citados de Masters, se evidencia efectivamente una marcada preocupación narrativo-testimonial.  Leamos  algunos y comparemos.
En el epitafio a una borracha irredimible e insaciable, sobre cuya tumba luce una copa seca, Leónidas ironiza y moraliza de la siguiente manera:
Yace aquí la vieja esponja de tinajas,
la beoda Marónide, sobre cuya tumba
hay una copa ática bien visible a todos.

Bajo tierra gime, mas no por los hijos

ni por el esposo, a quien dejó en la indigencia,
sino  sólo porque esta copa está vacía.
Heráclito de Halicarnaso escribe  sobre  Aretemíade,  mujer muerta durante un parto de mellizos. Ahí también se cuenta una historia mínima pero completa,  embellecida, además, por  la ternura:
Recién removida la tierra, se agitan las hojas
no marchitas aún en torno a la estela;
la inscripción, caminante,  leamos por ver si nos dice
de quién eran los  secos huesos que recubre:
“Soy Aretemíade; Cnido es mi patria; llegada
al lecho de Eufrón, tuve dos hijos de un parto;
dejé uno que fuera el apoyo del padre provecto
y al otro en memoria de mi esposo me traje”.
Hegesipo describe el naufragio en que  pereció  el poeta Abderión:
Maldito aquel día y maldita la noche sin luna
y el terrible estruendo de la mar ventosa
que la nave volcó, por la cual Abderión el melifluo
suplicó a los dioses sin que  éstos le oyeran.
Y así lacerado quedó y le llevaron las olas
a la áspera Sérifos, donde unos piadosos
amigos al fuego le dieron y luego a su patria
Abdera le enviaron en  áurea urna.
Antípatro cuenta cómo Alcímenes,  campesino  cuidador de  sembrados y desterrador de aves dañinas, fue mordido,  en un  descuido, por una serpiente venenosa que le produjo la muerte:
Yo, Alcímenes, siempre espanté al estornino y la grulla
bistonia, que a los cielos se llevan las semillas;
tendía los brazos trenzados de mi honda de cuero
y así rechazaba las bandadas de aves.
Mas hirió mi tobillo el reptil de la sed, inyectando
en mi carne la acerba bilis de sus quijadas,
y del sol me privó; no vi, pues, por mirar a los aires,
el daño que a mis pies contra mí venía.
Finalmente, en su propio epitafio,  el charlatán Meleagro cuenta lo suyo, escrito ya en avanzadísima edad y previendo que “quien llega a la vejez del Hades no anda lejos”:
La isla de Tiro me crió, fue mi tierra materna
el Ática de Asiria, Gádara, y nací  de Éucrates
yo, Meleagro, a quien dieron antaño las Musas
el poder cultivar las gracias menipeas.
Siro soy. ¿Qué te asombra, extranjero, si el mundo es la patria
en que todos vivimos, paridos por el Caos?
Cuando puse en mi tumba esta lauda mi edad era grande
y el que a la vejez llega del Hades no anda lejos.
Saluda, viajero, a este anciano locuaz y que puedas
también tú alcanzar mis años charlatanes.
Este ejercicio de búsqueda y confrontación pretende demostrar que Masters, superando  evidentemente a sus antecesores,  no sólo “reinventó” el  epitafio como género  poético-narrativo, sino que nos recordó  la verdad elemental, pero a menudo olvidada, de que  todo tiene su raíz,  o, en otras palabras, de que en sangre y en arte todos venimos de los muertos.
Desde el silencio de la colina, los aldeanos enterrados de Masters siguen tan vivos como cuando de verdad creían estarlo.  Bajo la yerba de las tumbas sin dolientes, plegarias ni flores frescas, continúan repitiéndonos, gracias a la magia del poeta, la crónica de sus  gríseas vidas.
Vivos, vivísimos,  nos demuestran, a la vez, que, con ellos, también  sigue vivo, vivísimo, su cantor y amanuense final, cuyo epitafio bien podría ser este:
Aquí yace Edgar Lee Masters,
un poeta especializado en epitafios.
El suyo lo escribe ahora la yerba.


II



En cumplimiento de su postrera voluntad, Marguerite Yourcenar ordenó que, ante sus cenizas, se leyeran, entre otros textos, el Sermón de la Montaña, la primera epístola de San Pablo a los corintios, el Cántico de las criaturas de San Francisco de Asís y este pequeño gran poema de la religiosa búdica Ryo-Nan, quien vivió y murió  en el siglo XIX:
Sesenta y seis veces han contemplado mis ojos las escenas mudables del otoño.
Ya he hablado bastante del claro de luna.
No me preguntéis más.
Pero prestad oído a las voces de los pinos y de los cerros cuando se calla el viento.
La costumbre de los epitafios, acreditada por gente de inteligencia, poder y riqueza, se ha perdido ya casi totalmente, debido en parte a los modernos procesos de cremación y, sobre todo, a la forma como los ritos vinculados a la muerte se han desacralizado y vulgarizado.  Ya la gente no respeta a los muertos,  verdaderas raíces de los vivos, y sólo quiere quemarlos y olvidarlos cuanto antes. Además, es evidente que ahora no se dan los grandes monumentos sepulcrales de antaño, adornados incluso con estatuas. En Medellín sólo existen en el cementerio de San Pedro, declarado Monumento Nacional por sus conjuntos escultóricos admirables. Un ejemplo es la tumba de Jorge Isaacs con una bellísima obra de Marco Tobón Mejía.
Volviendo a los epitafios,  vale la pena recordar algunos, como los inscritos en  la tumba de William Shakespeare. Son tres, dos en inglés y uno en latín.
El primero, que pide respeto por el muerto, fue  escrito, según se afirma, por el mismo poeta.  Dice así:

Buen amigo, por Jesús abstente

de cavar el polvo aquí enterrado.
Bendito sea el hombre que respete estas piedras
y maldito el que remueva mis huesos.
El segundo, comenzado con el “detente”,  muy común en los epitafios clásicos, aconseja leer al dramaturgo,  cuyo sólo nombre  embellece más que todo:
Detente, pasajero, ¿por qué vas tan de prisa?
Lee, si es posible, a quien la muerte envidiosa ha colocado
dentro de este monumento: Shakespeare, con quien
murió la vívida naturaleza; cuyo nombre adorna esta tumba
mucho más que el mármol, pues todo cuanto ha escrito
deja al arte viviente como solo paje para servir al ingenio.
El escrito en latín presenta al genio de Stratford como poseedor o heredero de tres  ilustres sapiencias de la humanidad:
El juicio de Néstor, el genio de Sócrates, el arte de Virgilio.
La tierra le cubre, el pueblo le llora, los cielos le poseen.
En Colombia  no abundan los epitafios y mucho menos los famosos. El cronista sólo recuerda uno, escrito por el poeta Germán Pardo García,  quien vivió la mayor parte de su vida en México D. F., donde fue valorado  con nobleza y generosidad hasta el punto de ser candidatizado varias veces al Premio Nobel.  En su libro  Mi perro y las estrellas aparece, cerrando el volumen, este filosófico broche de autodesprecio,  con el epígrafe de “fecha a la vista”:
Caminante que ves mi sepultura:
buscaba la verdad y aquí la supe.
¡Era un poco de cisco sin ventura!
Simulé humanidad. ¡Pasa y escupe!
Sin salirnos del lindero mexicano, conviene evocar e incluir uno de los epitafios de Xavier Villaurrutia, figura destacada de la poesía hispanoamericana, célebre por sus Nocturnos, especialmente por el titulado Nocturno en que nada se oye. Su epitafio plantea una novedosa concepción de la muerte como vida y de la vida como muerte:
Duerme aquí, silencioso e ignorado,
el que en vida vivió mil y una muertes.
Nada quieras saber de mi pasado.
Despertar es morir. ¡No me despiertes!
De México volemos a Polonia y busquemos a la poetisa Wislawa Szymborska,  Premio Nobel de Literatura en 1996. De su poesía vigorosa y directa extraigamos La lápida, epitafio crítico y humorístico en el cual  figura hasta el computador,  adminículo que, según  sugiere  juguetonamente la anciana poetisa, ha pasado a sustituir al cerebro humano:
Aquí yace, anticuada como una coma,
la autora de unos poemas.
El eterno descanso se dignó darle la tierra,
aunque su cadáver
no perteneció a ningún grupo literario.
Pero no hay nada mejor en esta tumba
que la rima, la maleza y el búho.
Transeúnte, saca de tu maletín
el cerebro electrónico
y sobre el  destino de Szymborska
reflexiona un ratito.
Esta curiosa y sonreída visión de sátira y modernidad en un epitafio, habla magníficamente del espíritu de la polaca, una de esas poquísimas poetisas  contemporáneas que invitan a ser leídas sin esfuerzo y estudiadas con cariñoso cuidado.

NOTAS

(1) Las traducciones citadas son de E. L. Revol y pertenecen a su antología Poetas norteamericanos contemporáneos. Ediciones Librerías Fausto, Buenos Aires, Argentina, 1976.

En la misma editorial bonaerense apareció también, en 1979, la Antología de Spoon River, preparada,  traducida y prologada por Alberto Girri.

(2) Antología palatina (Epigramas helenísticos), Tomo I. Traducción e introducciones de  Manuel Fernández-Galiano. Biblioteca Clásica Gredos, Editorial Gredos, S. A.,  Madrid, España, 1978.


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