Por Hernando García Mejía
Como yo, usted también pasaba las noches leyendo y soñando con héroes invencibles que vagaban por el mundo luchando por la justicia y defendiendo a los pobres e inocentes de las tropelías de los fuertes y malandrines. Sus amigos decían que estaba loco perdido, loco de atar y sin remedio posible, pero la verdad verdadera era que, en su aparente desvarío, usted estaba más cuerdo y lúcido que el ama, la sobrina, el cura, el barbero y el bachiller Sansón Carrasco. Ellos, pobrecitos, eran los verdaderos locos. Ellos, los realistas, los pragmáticos, los de ideas consabidas, los de los pies en la tierra, los de 2 +2 son 4 y 5 +5 10, los comunes, los normales, los formales, los sanos, los educados, los autocontrolados, los forjados en la tradición férrea y absolutista de las verdades establecidas e inquebrantables.
Ellos pertenecían al montón y pensaban como todos los demás. Usted no. Usted pensaba distinto. Era distinto. Veía el mundo desde la perspectiva del ensueño, del idealismo y del romanticismo. Por consiguiente, tenía que rebelarse, romper moldes, crear doctrina, fundar reino, imponer a lanzazo y mandoble su personal concepción de la vida.
Y eso fue lo que en buena hora hizo cuando, montado en Rocinante y acompañado de Sancho Panza, salió por los campos de Montiel en busca de aventuras. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Quedarse en casa oyendo la cantaleta de los amigos, que atribuían su supuesta locura a la lectura de los amados libros de caballería, ignorando que, por el contrario, lo habían formado para las batallas del ideal y para una nueva interpretación de la vida, de cara a los más nobles y perdurables sentimientos del espíritu humano?
Usted hizo lo correcto, señor mío. Irse fue su salvación y su victoria. Quedarse hubiera sido perderse, enloquecerse de verdad y, muy seguramente, apresurar su propia muerte en el piélago de la frustración, del tedio y de la mediocridad circundantes. ¿Cómo puede el genio soportar que los tontos se le rían en la cara? ¿Cómo puede el guerrero yacer impunemente en la oscuridad mientras afuera, por los caminos de la tierra, lo esperan hechos heroicos y batallas memorables? ¿Cómo negarse a las convocatorias del destino inexorable? ¿Cómo impedir que el pájaro vuele? ¿Cómo negarle al corazón su predominio de sabiduría sobre los fríos cálculos del cerebro, que todo lo estudia y todo lo mide desde el pro y el contra, desde la racionalidad matemática y las reglas de la conveniencia y del interés?
Saliendo de su pueblo en pos del ideal caballeresco usted nos enseñó que hay que ser fieles a nuestra conciencia, quebrantar reglas, violar preceptos, asumir retos y, sobre todo, preservar y defender nuestras más íntimas esencias.
Qué importa que nos muelan a palos,
que nos apedreen,
que nos manteen como a Sancho,
que se rían de nosotros,
que nos quemen los libros,
que nos arrollen piaras de cerdos y manadas de toros,
que nos arañen los gatos,
que nos encarcelen,
que los viles galeotes nos maltraten en vez de agradecernos por darles la libertad,
que los tontos leones, después de abrirles las jaulas, nos volteen el rabo con despreciativa indiferencia.
Qué importa que los sanchos comilones y mercenarios nos engañen y no se den los azotes debidos.
Qué importa que los terribles y espantosos gigantes enemigos no sean más que burdos molinos de viento...
¿Acaso la vida humana no está sembrada de adversarios que se disfrazan para aniquilarnos más rápidamente? ¿Acaso todo lo que existe es como se ve? ¿Acaso podemos fiarnos exclusivamente de las apariencias? ¿No enseña el refrán que las apariencias engañan?
Entre estas preguntas y otras muchas que se evitan por la obviedad de sus respuestas, surgen algunas que parecen capitales en relación con el destino de los héroes o “desfacedores de entuertos” como usted: ¿Es que éstos son intocables? ¿No sufren? ¿No son humanos? ¿Están hechos de una materia incorruptible o indolora? ¿No se equivocan? ¿No pueden fallar o perder?
Nadie más humano que los héroes, señor mío. Nadie más destinado y preparado para perder y sufrir los desencantos y los desengaños que los héroes. Si no sufrieran como cualquier mortal común y corriente, si no adolecieran de vencimiento, dolor y fugacidad, y, por el contrario, fueran indestructibles, inderrotables e inmortales, ¿valdría algo su faena, tendrían algún mérito sus batallas y victorias, merecerían los homenajes de la historia y el cariño y la veneración de los pueblos? No, señor. Sus triunfos serían tristemente pírricos e inanes, porque sólo lo que cuesta trabajo, esfuerzo y privaciones se valora y sólo lo que duele perdura. Citemos la rosa, por ejemplo. ¿Acaso no es la gota de sangre de la espina?
Los tontos se burlaban de sus derrotas, de sus continuos desastres y palizas, porque ignoraban que usted,. señor don Quijote, estaba fundando nuevas realidades perdurables e inaugurando otros caminos para la búsqueda de la trascendencia del hombre. Usted, como ese otro loco iluminado que fue Cristo, al que también negaron, apalearon, befaron, despreciaron y finalmente crucificaron en un madero infame, estaba inaugurando una nueva era de luz. Guardadas las naturales distancias y proporciones, su evangelio no distaba mucho del preconizado por el nazareno. Él también hablaba de la justicia y de la libertad, del espíritu que ennoblece y trasciende la materia. También defendía a los débiles y rechazaba a los poderosos. Y también, como usted, enseñaba que debía darse a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.
En este orden de analogías espirituales e ideológicas, usted, señor mío, era también un poco crístico. Como Bolívar, ese otro loco cuerdísimo y sin par que tanto luchó contra los molinos de viento de la tiranía y que, siendo muy rico, al final perdió hasta la camisa. Como usted, él había amado ardientemente los libros y también creía que las mejores y más hermosas causas son las que se libran contra los fuertes en beneficio de los débiles y los desposeídos de la tierra. Decía y escribía, igualmente, cosas bellas, profundas y admonitorias y también perdió muchas batallas, una de las cuales fue la que constituía su máximo sueño: la Gran Colombia , república formada por los países americanos liberados por su verbo y su espada, cuyo fin era asegurar con el tamaño y la fuerza de todos una futura seguridad y respetabilidad contra la infame y glotona voracidad de los imperios actuales y por venir.
La frontera del genio es la locura y la locura subyace, consciente o inconscientemente, en la esencia de todos los héroes. Usted, señor don Quijote, fue héroe porque fue loco y fue loco porque fue genial. Por eso los majaderos como el ama, la sobrina, el cura, el barbero, el bachiller y, en general, todos los amigos y enemigos, no lo comprendían. Inútil arrojar perlas a los cerdos, pedir que la gallina levante los ojos del suelo y que el asno aparte su interés de la yerba y del agua que consume.
Pero los héroes, los genios y los locos viven preparados para todo y cada obstáculo, cada tropezón, cada rechazo y contrariedad sólo logran endurecer el acero de la voluntad, la energía de las certidumbres y la lucidez en contravía de la fría racionalidad.
Usted fue el típico héroe nato. Sin miedos paralizantes ni prudencias cautelares. En ocasiones los actos heroicos no son más que consecuencias de la desesperación producida por el miedo. “Si no lo mato, me mata”, piensa el cobarde, aguijoneado por el ciego y apremiante instinto de la supervivencia. Ahí es cuando surge la hazaña. El temido adversario es derrotado y la dificultad inaudita superada.
Si bien, señor don Quijote, usted sintió terror casi infantil ante pequeños asuntos supuestamente misteriosos o no comprendidos al principio, nunca vaciló ni se arredró ante ningún enemigo. Desde la defensa del criado apaleado por Juan Haldudo hasta la batalla perdida con el caballero de la Blanca Luna , asumió con total entereza y decisión la batalla. Y cuando fue derrotado y malherido ni siquiera se quejó. Sólo pidió a Sancho que en caso de ser partido por la mitad le untara cuanto antes el milagroso bálsamo de Fierabrás, que el simpático escudero llamaría después feo Blas.
¿Será posible mayor sangre fría en un hombre de corazón tan tierno y de tan nobles sentimientos humanitarios?
Un personaje de tal naturaleza, másculo hasta la última fibra del cuerpo y hasta el postrer aliento del alma, debía, necesaria e imperiosamente, tener su amada. Por eso escogió y ennobleció a Dulcinea del Toboso, a quien siempre respetaría, veneraría y rendiría gentil y devota pleitesía.
Imposible encontrar un galán más puro y virtuoso que usted. Imposible hallar una mujer más querida y celebrada que Dulcinea del Toboso. Por eso me atrevo a pensar que usted, señor mío, debería ser considerado por todas las mujeres del mundo como su héroe predilecto. Todo en su vida aventurera giraba alrededor de la amada: sus acciones, sus pensamientos, sus sueños. Los adversarios derrotados por su espada debían ir a postrarse a los pies de su señora, en señal de respetuoso acatamiento y vasallaje. Y hasta peleaba porque alguien dijera que su amada era más hermosa que la señora del Toboso.
¿Qué mayor prueba de amor, compromiso y consagración puede brindar un varón a la mujer de sus sueños y desvelos? ¿Quién podría igualar, o a lo sumo imitar, entrega semejante?
En su impetuosa y afervorada pasión ayuna de carnalidad o de apetencias venéreas, Dulcinea se emparenta ideal y platónicamente con la Beatriz de Dante y con la Laura de Petrarca. Mujeres casadas e inaccesibles, inspiraron a los ilustres poetas italianos amores tan puros y frenéticos como el suyo por Dulcinea. Ésta no era noble, ni linda, ni refinada, ni culta como ellas, pero usted, en un acto de amor, la sacó del estercolero y la lanzó para siempre al estrellato de las mujeres inolvidables.
¡Dios salve a mi señor don Quijote, hombre de amor, sabiduría y heroísmos sin fin y le permita seguir conquistando el corazón y la sensibilidad de los lectores, a fin de que con sus lecciones logre forjar la sociedad de los tiempos que corren un futuro mejor en el entendimiento, la justicia y la paz!
Publicado hace varios años en El Nuevo Siglo y en Desde la sala, boletín de la biblioteca Pública Piloto
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