sábado, 8 de octubre de 2011

Carta a don Quijote de la Mancha


Por Hernando García Mejía


Al cumplirse cuatrocientos años de la primera edición de su vida heroica y soñadora, yo, señor don Quijote de la  Mancha, no puedo dejar  pasar  tan grata y memorable oportunidad sin escribirle esta carta. Vengo soñando con ella desde  la primera vez que leí el libro en una  pobre casa campesina, por la noche y a la débil y parpadeante luz de una vela de esperma.  Se trataba de una de  las clásicas ediciones en rústica de la ya desaparecida Editorial Tor de  Buenos Aires, de doble columna,  caracteres  gastados por las múltiples impresiones y cantos barnizados de escarlata. Una edición muy  humilde para un muchacho lector que, en razón de su  pobreza, debía resignarse a lo más barato del mercado anticuario.

Como yo, usted también pasaba las noches leyendo y soñando con héroes invencibles que  vagaban por  el mundo luchando  por la justicia y defendiendo a los pobres e inocentes de las tropelías de  los  fuertes y malandrines.  Sus amigos  decían que estaba loco perdido, loco  de atar y sin remedio posible,  pero la verdad verdadera era que, en su aparente desvarío, usted  estaba más cuerdo y lúcido que el ama, la sobrina, el cura, el barbero y el bachiller Sansón Carrasco.  Ellos, pobrecitos, eran los verdaderos locos. Ellos, los  realistas, los pragmáticos, los de  ideas consabidas,  los de los pies en la tierra, los de  2 +2 son  4 y 5 +5 10,  los comunes, los normales, los formales, los sanos, los educados, los  autocontrolados, los forjados en la tradición  férrea y absolutista de las verdades establecidas e inquebrantables.

Ellos pertenecían al montón y pensaban como todos los demás.  Usted no. Usted pensaba distinto. Era distinto. Veía el mundo desde la  perspectiva del ensueño, del idealismo y del romanticismo. Por consiguiente, tenía que rebelarse, romper moldes,  crear doctrina, fundar reino,  imponer  a lanzazo y mandoble su  personal  concepción de la vida.

Y eso fue lo que en buena hora hizo cuando, montado en Rocinante y acompañado de Sancho Panza, salió por los campos de Montiel en busca de  aventuras. ¿Qué otra cosa podía hacer?  ¿Quedarse en casa oyendo la cantaleta de los amigos, que atribuían su supuesta locura a la lectura de los amados libros de caballería, ignorando que, por el contrario, lo habían formado para las batallas del ideal y para una nueva interpretación de la vida, de cara a los más nobles y perdurables sentimientos del espíritu humano?

Usted  hizo lo correcto, señor mío. Irse fue su salvación y su victoria. Quedarse hubiera sido perderse, enloquecerse de verdad y, muy seguramente, apresurar su propia muerte en el piélago de la frustración, del tedio y  de la mediocridad circundantes. ¿Cómo puede el genio soportar que los tontos se  le rían en la cara? ¿Cómo puede el guerrero yacer impunemente en  la oscuridad mientras afuera, por los caminos de la tierra, lo esperan  hechos heroicos y  batallas memorables?  ¿Cómo negarse a las convocatorias del destino inexorable? ¿Cómo impedir que  el pájaro vuele? ¿Cómo negarle al corazón  su  predominio de sabiduría sobre los  fríos cálculos del cerebro,  que todo lo  estudia y todo lo mide desde  el pro y el contra,  desde la racionalidad matemática y las reglas de la conveniencia y del interés?

Saliendo de su pueblo en pos del ideal caballeresco usted nos enseñó que hay que  ser fieles  a nuestra conciencia,  quebrantar  reglas, violar preceptos,  asumir retos y, sobre todo,  preservar y defender nuestras  más íntimas esencias. 

Qué importa que nos muelan a palos,
que nos apedreen,
que nos  manteen como a Sancho,
que  se rían de nosotros,
que nos quemen los libros,
que  nos arrollen piaras de cerdos y manadas de  toros,
que nos arañen  los gatos,
que nos encarcelen,
que  los viles galeotes nos maltraten  en vez de agradecernos por darles la libertad,
que los tontos  leones, después de abrirles las jaulas, nos volteen el rabo con despreciativa indiferencia.
Qué importa que  los sanchos  comilones  y mercenarios  nos engañen y no se den  los azotes debidos.

Qué importa que  los  terribles y espantosos  gigantes enemigos no sean más que burdos molinos de viento...


¿Acaso la vida humana no está  sembrada de  adversarios que se disfrazan para  aniquilarnos más  rápidamente?  ¿Acaso todo lo que  existe es como se ve? ¿Acaso podemos fiarnos exclusivamente de las apariencias? ¿No enseña el refrán que las  apariencias engañan?  

Entre estas preguntas y otras muchas que  se evitan por la obviedad de sus respuestas,   surgen algunas que parecen capitales en relación con el destino de los héroes  o  “desfacedores de entuertos” como usted:   ¿Es que éstos  son intocables? ¿No sufren? ¿No son humanos?  ¿Están hechos de una materia incorruptible o indolora? ¿No se equivocan?  ¿No pueden fallar o perder?

Nadie  más humano que los héroes, señor mío.  Nadie más destinado y preparado para perder y sufrir los desencantos y los desengaños que los héroes. Si no sufrieran como cualquier mortal común y corriente, si no  adolecieran de  vencimiento, dolor y fugacidad, y, por el contrario, fueran indestructibles, inderrotables e inmortales, ¿valdría algo su faena, tendrían algún mérito sus batallas y victorias, merecerían  los homenajes de la historia y el cariño y la veneración de los pueblos?  No, señor.  Sus triunfos serían   tristemente pírricos e inanes, porque  sólo lo que cuesta trabajo, esfuerzo y privaciones se valora y sólo lo que duele perdura.   Citemos la rosa, por ejemplo. ¿Acaso no es  la gota de sangre de la espina?

Los tontos se burlaban de sus derrotas, de sus continuos desastres y palizas, porque ignoraban  que usted,. señor don Quijote,  estaba fundando  nuevas realidades perdurables e inaugurando otros caminos para la búsqueda de la trascendencia del hombre. Usted, como ese otro loco iluminado que fue Cristo,  al que también negaron, apalearon, befaron, despreciaron y finalmente crucificaron en un madero infame,  estaba  inaugurando una nueva era de luz. Guardadas las naturales distancias y proporciones, su evangelio no distaba mucho del preconizado por el nazareno. Él también hablaba de la  justicia y de la libertad, del espíritu que ennoblece y trasciende la materia. También defendía a los débiles y rechazaba a los poderosos.  Y también, como usted,  enseñaba que  debía darse a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.

En este orden de analogías espirituales e ideológicas, usted, señor mío, era también un poco crístico.  Como Bolívar, ese otro loco cuerdísimo y sin par que tanto luchó contra los molinos de viento de la tiranía y que, siendo muy rico, al final perdió hasta la camisa. Como usted, él había amado  ardientemente los libros y  también creía que las mejores y más hermosas causas son las que se libran contra los fuertes en beneficio de los débiles y los desposeídos de la tierra. Decía y escribía, igualmente, cosas bellas, profundas y admonitorias y también perdió muchas batallas,  una de las cuales fue  la que constituía su máximo sueño: la Gran Colombia, república formada por los países americanos liberados por su verbo y su espada, cuyo fin era asegurar  con el tamaño y la fuerza de todos una  futura  seguridad y respetabilidad contra la infame y glotona voracidad de los imperios actuales y por venir.

La frontera del genio es la locura y la locura  subyace, consciente o inconscientemente, en la esencia de  todos los  héroes. Usted, señor don Quijote, fue héroe porque fue loco y fue loco  porque  fue genial.  Por eso los majaderos como el ama, la sobrina, el cura, el barbero, el bachiller y, en general, todos los amigos y enemigos, no lo comprendían.  Inútil arrojar perlas a los cerdos, pedir que  la gallina levante los ojos del  suelo  y que el asno aparte su interés de la yerba y del agua que consume.

Pero los héroes, los genios y los locos viven preparados para todo y cada obstáculo, cada tropezón, cada rechazo y contrariedad  sólo logran endurecer el acero de la voluntad, la energía de las certidumbres y la lucidez en contravía de la  fría  racionalidad.

Usted fue el típico héroe nato. Sin  miedos paralizantes ni prudencias cautelares. En ocasiones los actos heroicos no son más que consecuencias de la desesperación producida  por el miedo. “Si no lo mato, me mata”, piensa el cobarde, aguijoneado por el ciego y apremiante instinto de la supervivencia. Ahí es cuando surge la hazaña. El temido adversario es derrotado y la dificultad  inaudita superada.

Si bien, señor don Quijote, usted sintió terror casi infantil ante pequeños asuntos supuestamente misteriosos o no comprendidos al principio,  nunca vaciló ni se arredró ante ningún enemigo. Desde la defensa del criado apaleado por Juan Haldudo hasta la batalla perdida con el caballero de la  Blanca Luna, asumió con total entereza y decisión la batalla. Y cuando fue derrotado y malherido ni siquiera se quejó.  Sólo pidió a Sancho que  en caso de ser partido por la mitad le untara cuanto antes  el milagroso bálsamo de Fierabrás, que el simpático escudero llamaría después  feo Blas.

¿Será posible  mayor sangre fría en un hombre de corazón tan tierno y de tan nobles sentimientos humanitarios?

Un personaje de tal naturaleza, másculo hasta la última fibra del cuerpo y hasta el postrer aliento del alma,  debía, necesaria e imperiosamente, tener  su amada. Por eso escogió y ennobleció a  Dulcinea del Toboso, a quien siempre  respetaría, veneraría y rendiría  gentil  y devota pleitesía.

Imposible  encontrar un galán más puro y virtuoso que usted.  Imposible hallar una mujer más querida y celebrada que Dulcinea del Toboso.  Por eso me atrevo a  pensar que usted, señor mío, debería ser considerado por todas las mujeres del mundo como su héroe predilecto.  Todo en su vida  aventurera  giraba alrededor de la amada: sus acciones, sus pensamientos, sus sueños.   Los adversarios derrotados por su espada debían ir  a postrarse a los pies de su señora,  en señal de  respetuoso acatamiento y vasallaje.  Y hasta peleaba  porque alguien dijera que su amada era  más  hermosa que la señora del Toboso. 

¿Qué mayor prueba de amor, compromiso y consagración puede brindar un varón a la mujer de sus sueños y desvelos? ¿Quién podría igualar, o a lo sumo  imitar,  entrega semejante?

En su impetuosa y afervorada pasión ayuna de carnalidad o de apetencias venéreas,  Dulcinea se emparenta ideal y platónicamente con la Beatriz de Dante y con la Laura de Petrarca. Mujeres casadas e inaccesibles, inspiraron a los ilustres  poetas italianos amores tan puros  y frenéticos como el suyo  por Dulcinea.  Ésta no era  noble, ni linda, ni refinada, ni culta como ellas, pero  usted, en un acto de amor,  la sacó del estercolero y la lanzó para siempre  al estrellato de las mujeres inolvidables.

¡Dios salve a mi señor don   Quijote, hombre de amor, sabiduría y heroísmos sin fin y le permita seguir conquistando el corazón y la sensibilidad de los  lectores,  a fin de que con sus lecciones logre  forjar la sociedad de los tiempos que corren un futuro mejor en el entendimiento, la justicia y la paz!



Publicado hace varios años en El Nuevo Siglo y en Desde la sala,  boletín de la biblioteca Pública Piloto


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