lunes, 26 de septiembre de 2011

Muestra de ensayo




DEL LEER Y DEL SER


Cuando las urgencias del vivir más nos atosigan, cuando la acuciante actividad del negocio va haciendo casi imposible la gustosa actividad del ocio, cuando el gozo de leer por leer sólo es accesible a los elegidos, ¿por qué no meditar durante unos minutos sobre este difícil ejercicio de la lectura?

PEDRO LAÍN ENTRALGO

 
Leer y entender es algo; leer y sentir es mucho; leer y pensar es cuanto puede desearse.

ANÓNIMO

  
El libro forma, informa y transforma.

EL AUTOR


  
Las tres hojas


Primero fue la hoja del árbol.

Luego la hoja del libro.

Después de haberle dado al hombre cuna, báculo y ataúd, el árbol le dio también la pulpa de su corazón blanco y palpitante.

Con éste el hombre hizo el papel y con el papel una extensión prodigiosa de su ser: una nueva forma para la comunicación, el saber y la alegría de sentir, de crear y de soñar.

En la hoja blanca y pura traza desde entonces los signos de su corazón estremecido por la gloria de amar, por la alegría de creer y por la fiesta de imaginar y reflejar. En ella deposita la plétora de su nobleza y de su poderío, de su gloria y de su incertidumbre existencial.

Y en ella, en su océano impoluto, navega por los siglos de los siglos, capitán de sí mismo y señor de su historia.

La hoja del árbol.

La hoja del libro.

¡La hoja del hombre!


    

Literatura Infantil y Educación


Nunca como ahora la literatura infantil había tenido un papel más descollante en la formación de las generaciones por venir, que son las que en última instancia van a definir el rumbo no sólo de la familia y de la patria sino del mundo entero.

En la vida del hombre todo comienza en la familia y continúa en la escuela. El padre y la madre tratan, en la medida de sus posibilidades, de sembrar valores esenciales, de trazar pautas, de insinuar conductas, pero, sin duda, es en la escuela primaria donde se canalizan las fuerzas, los hábitos, los ideales que a la postre han de configurar, para bien o para mal, el carácter del niño.

Los maestros, cuya profesión generosa merece todo elogio, apoyo y solidaridad, tienen en las manos la posibilidad de moldear a su antojo la arcilla tierna y dócil de la niñez. De ellos depende en alto grado que la escultura resulte hermosa y útil o que se frustre para siempre.

Comúnmente, por desgracia, se cree que al maestro no le compete sino impartir las nociones rutinarias del currículo y que basta con ello para satisfacción de la conciencia personal, institucional y colectiva. Esto constituye un grave error, sobre todo en los tiempos que corren, cuajados de hirsuto materialismo y casi completamente carentes de bondad.

Sin pecar de moralistas, ciñéndonos simplemente a una visión crítica e imparcial de la realidad contemporánea, tenemos que reconocer que asistimos, pasmados e impotentes, a la quiebra general de todos los valores fundamentales que tradicionalmente han regido la vida del hombre. La técnica, la industrialización, el lucro, el goce fácil, el ansia de figuración y de protagonismo, la publicidad aviesamente cimentada y orientada, la prisa, la violencia, han desviado al hombre de sus objetivos superiores y lo han reducido al nivel del chacal. La misma avidez de consumo es una seña de antropofagia. Ahora el imperativo capital es consumir, así no se sienta la necesidad real del consumo. Los medios audiovisuales crean la necesidad, la imponen sicológicamente. Imponen, asimismo, o estimulan, al menos, la violencia que ha terminado por desterrar todo signo de humanidad. El respeto a la vida, a la propiedad ajena, a la sociedad, han sido arrancados de raíz como una mala yerba. Ya nadie respeta nada. La ley del más fuerte, del más consumidor, del más insensible, es la que devenga los mejores beneficios y aporta los mayores esplendores en una sociedad desquiciada e irremediablemente enferma del alma.

Nuestros niños de aquí y de allá nacen y crecen bajo el furor de tales irradiaciones. Todo les muestra el camino más fácil, la línea de menor resistencia. Todo les enseña que lo más importante, o lo único importante, es salir adelante a como dé lugar. Los métodos carecen de significación. Lo relevante son los logros. Si hay que matar, pues a matar. Si hay que robar, pues a robar.


Todo esto, que constituye, evidentemente, una filosofía de autodestrucción sistemática, y, por ende, una escuela macabra, es lo que crea la urgencia perentoria de unos educadores rectos, bien intencionados, adecuadamente preparados, dueños de una noción exacta de la trascendencia de su labor y absolutamente comprometidos con el cambio que todos empezamos a desear para bien de nuestros hijos y del futuro del mundo.

La solución no está, simplemente, en enseñar matemáticas, sociales, español, estética y las demás asignaturas ordenadas por el Ministerio de Educación Nacional. Ahora hay que enseñar, también, valores cívicos y morales. Hay que hablar de la solidaridad, de la paz, de la rectitud, del respeto. Hay que empezar a recalcar permanentemente, y sin cansancio, que el ser humano es el centro del universo y que todo lo demás sólo es bueno si contribuye a la superación y perfeccionamiento de éste.

Nuestros educadores no están solos en este compromiso crucial. Ya lo dijo bella, lúcida y oportunamente Enzo Petrini1 en su Estudio crítico de la literatura juvenil: “Cada generación hemos de hacer nuestro el descubrimiento de la niñez y es, a la vez, necesario que también los escritores, los artistas, los narradores, los críticos, se coloquen junto a la ancha y benemérita fila de los educadores, replegándose más de intento y más a menudo sobre la niñez y su mundo”.

El agudo teórico nos plantea aquí un compromiso inapelable. La tarea es general e involucra todas las fuerzas intelectuales y estéticas. En el caso particular y concreto de la literatura infantil, que primero que infantil es, ante todo, literatura, y debe ser preferiblemente buena literatura, ya existe en los mejores textos un nítido y categórico interés de colaboración con la tarea pedagógica.

Todo arte legítimo es, en esencia, didáctico, pues descubre o desvela una visión personal del mundo o del alma, y la buena literatura infantil y juvenil, desde Andersen, los Hermanos Grimm, Oscar Wilde y todos los clásicos memorables hasta los casos recientes de Michael Ende, Ursula Wolfel y Roald Dahl, para citar sólo los nombres más cercanos a nuestros afectos literarios, enseña cosas sutiles, sencillas y magníficas. Bueno, se preguntarán los educadores y la gente del común, ¿y qué es lo que enseña la buena literatura infantil? Pues, muy sencillo: enseña alegría, ensoñación, poesía, espíritu aventurero, ánimo heroico, talante visionario, fe, constancia, capacidad de búsqueda y, lo que es más importante en la actualidad, enseña a derrotar los espectros de la violencia, de la sangre y de la injusticia que rigen el horizonte de nuestra desdichada normalidad cotidiana.

¿Qué más podría pedírseles a los libros para niños? ¿Qué mejor terapéutica? En todos los buenos autores infantiles existen siempre esos ingredientes, además, obviamente -esto es obligatorio e imprescindible- de una escritura diáfana, coherente, cuidada y respetuosa de las normas que rigen el idioma.

Conozco el caso de algunos maestros y bibliotecarios que han ayudado muchísimo al desarrollo y desenvolvimiento intelectual y académico de los niños, mediante la lectura en grupos o la recomendación de libros excelentes, casi todos graciosos, humorísticos, tiernos, adecuados a la capacidad receptora del lector y acordes con los intereses de su edad.

Los maestros deben, hoy más que nunca, valerse de la buena literatura infantil para obtener mejores beneficios en su tarea de transmisión de conocimientos. Un niño que lee o escucha historias lindas es un niño salvado para la escuela. Un niño que aprende una nueva dimensión de las cosas. Que explota la propia imaginación. Que convive con la poesía y sus eventos mágicos y hermoseadores del entorno. Que tarde o temprano, no obstante la crueldad e inhumanidad de la atmósfera de violencia en que se mueve, comprenderá que existen otros valores distintos al consumismo voraz y desmedido y al ansia de triunfar así sea sobre el cadáver de los semejantes.

La ilustre ensayista argentina María Ruth Pardo Belgrano2, en su texto precioso La literatura infantil en la escuela primaria, anota lo siguiente, refiriéndose específicamente al cuento:

“El cuento, como todas las funciones literarias destinadas al niño, estimula, a través de mundos abiertos a lo maravilloso, la descarga de emociones y la formación de un pensamiento independiente capaz de adaptarse a circunstancias imprevistas. Siendo una forma más de juego, ayuda al niño a afirmarse en su personalidad. La ficción le permite realizarse. Se evade en un mundo en el cual se siente omnipotente y puede crear. Actividad que favorece su crecimiento físico, social y estético y, a través de la cual, no sólo descubre su propio yo sino que comienza a comprender las necesidades del prójimo. Por lo tanto, la literatura infantil, al estimular el desarrollo de las capacidades creadoras, se convierte en un medio para mejorar la sociedad, cuya tecnificación, la más de las veces, somete al hombre a un trabajo rutinario y automático que no lo incita a pensar ni a resolver cuestiones por sí mismo. Problema agravado con la tendencia, cada vez más alarmante, hacia la masificación que relega la iniciativa propia y anula la opinión personal. Seres creadores, acostumbrados a discernir lo que tiene valor estético y formativo han de saber sustraerse a toda influencia negativa y modificarla en la medida de sus posibilidades...”.

“Por otra parte -continúa la exégeta argentina- la literatura infantil, mediante textos que exalten los valores universales, contribuye a crear sentimientos solidarios y actitudes positivas para con la comunidad. Objetivos sumamente importantes, sobre todo en los ámbitos urbanos donde el ritmo vertiginoso con que se vive y que se extiende al hogar, no favorece ni la cooperación ni las relaciones entre los hombres”.

Nuestras condiciones son precisamente de “ritmo vertiginoso”, como lo viene enfatizando la historia. Aquí pasamos de la mula al avión, del campo a la ciudad, de la agricultura a la industrialización, de las guerras de independencia a las guerras civiles, después a la violencia política, y, por último, a un estado casi generalizado de ferocidad brutal, regida por los más oscuros y torvos intereses que sea posible concebir.

O sea que en nuestro medio es muchísimo más útil la literatura infantil, porque hay más llagas para curar y más cosas horribles para superar y olvidar. Pero, sobre todo, porque nuestros niños son más tristes y tienen mayor necesidad de recuperar siquiera una pequeñísima porción de alegría que los ayude a vivir.

Pero, ¿qué es la buena literatura infantil? ¿Cuál es la literatura que en nuestro concepto y en el de nuestros más próximos cultores y estudiosos, podríamos recomendarles a los educadores para alegría, recreación y formación de sus niños? No se trata, ni mucho menos, de un género ambiguamente didascálico, moralizante o predicador de virtudes. Tanto el elemento didactizante como el sermón están abolidos por fortuna hace ya mucho tiempo de la buena literatura para niños, lo mismo que las tretas o subterfugios de proselitismo político o religioso.

La ya citada ensayista argentina3 da en el blanco del problema cuando se refiere al tan vapuleado “Principio formativo” en la literatura infantil. “El libro ideal en nuestros días -afirma- es el que forma y educa los sentimientos sin obrar directamente, pues el niño rechaza las moralejas... Los fines éticos se logran a través de la simpatía que despiertan los personajes en su actuar y de argumentos que provocan la adhesión afectiva sin el enunciado de normas”.

O sea que no se trata -¡ni más faltaba!- de inculcarles a los niños nociones a la fuerza, sino de presentarles historias limpias, agradables, movidas, pintorescas, que los agiten, los conmuevan y los lleven a tomar partido por su propia voluntad y determinación. Sin necesidad de orientaciones, ellos mismos llegarán autónomamente a la raíz del mensaje subliminal o subyacente. Hay que comprender que no siempre el buen escritor se propone advertir o precaver sobre o contra algo, sino que ello surge por derivación espontánea. Simplemente sucede. En ocasiones, sólo gracias a lo que podría llamarse “pedagogía de los opuestos o de los contrastes”.

“Pero es que los niños no leen”, argüirán algunos. Eso es verdad, en parte. De ahí la necesidad de acertar en la elección y promoción de los libros recomendados y, sobre todo, de los temas tratados o desarrollados en éstos.

Muy juiciosas encuestas realizadas en bibliotecas, escuelas y colegios han marcado claramente la pauta de los gustos de los pequeños lectores. Ellos adoran, casi sin excepciones, el absurdo, el misterio, el horror, el humor, el suspenso, la aventura, o como dijera Francia Santamaría, una inteligente bibliotecóloga antioqueña, “los libros paralizantes”.

Mi experiencia como escritor y como conversador con los niños -¡qué linda profesión sería ésta, a propósito!- me ha indicado que, definitivamente, frente a un buen libro de estos temas no hay niños indiferentes, ni distraídos, ni bostezantes, ni soñolientos, sino, por el contrario, niños hondamente absortos, hechizados y felices.

Existe, entre otros asuntos, algo que es conveniente tener en cuenta en materia de lecturas infantiles y juveniles: los mejores libros son los que les gustan a los niños, no siempre los premiados o los que prefieren los adultos, generalmente deformados en su mentalidad por excesos de culteranismo, intereses personales y prejuicios de todo tipo.

Sin embargo, es evidente que en materia de gustos literarios con mucha frecuencia se dan coincidencias afortunadas. Es igualmente cierto que en ocasiones son los adultos quienes más gozan con los buenos libros para niños. Esto nos lleva a reforzar la teoría personal de que la buena literatura infantil y juvenil es para niños de ocho a ochenta años.

Juan Isaza, de Ediciones SM, de Madrid, España, dice, respecto de los buenos textos para jóvenes, citado por María Clemencia Venegas, una brillante tratadista del tema4:

“Tres criterios priman en los libros exitosos: que no sean aburridos, que trasmitan valores y que sean buena literatura”.

Atención a esto: “Y que sean buena literatura”. Todos los exégetas del género infantil y juvenil insisten en ello de manera implacable, comenzando por Paul Hazard5, el académico francés autor del texto inolvidable titulado Los libros, los niños y los hombres, quien dice:

“Me agradan los libros que se mantienen fieles a la esencia misma del arte, o sea, que brindan a los niños un conocimiento intuitivo y directo de la belleza sencilla, susceptible de ser percibida inmediatamente y que produce en sus almas una vibración que les durará de por vida”.

Cuando Hazard alude a la “belleza sencilla” está formulando un postulado que cada vez adquiere mayor vigencia, eficacia y obligatoriedad en el cultivo del género. La sencillez es el factor número uno, no sólo en la literatura destinada a los niños sino también en la destinada a los adultos. El ejemplo de los clásicos se impone siempre. Y, claro está, sencillez no significa en modo alguno elementalidad, ingenuidad, primitivismo verbal, sino, por el contrario, claridad y transparencia, conjunción armónica y dinámica de fondo y forma. El buen escritor se caracteriza siempre por la claridad expositiva, no obstante el peso poético de las transposiciones metafóricas que pueda eventualmente emplear.

He ahí una clave importante que deben explotar los educadores y bibliotecarios al seleccionar los libros para niños. Nada de rebuscamientos ni de alambicamientos sofisticados, ni de falsas dulzarronerías. En síntesis, nada de querer “lucirse” con los pequeños. Estos no tienen un pelo de bobos. Por el contrario, poseen una inteligencia abierta, incólume, no contaminada por dudosos e inanes eclecticismos cultistas. Son almas vírgenes, dadas a la espontaneidad, al milagro, a la recepción e interpretación de lo maravilloso donde quiera que se presente. Su naturalidad intrínseca no admite fraudes.

Por eso es tan importante una certera selección de textos. Un maestro o un bibliotecario pueden crear o matar lectores de acuerdo con sus recomendaciones o imposiciones. Hay que tener en cuenta siempre el nivel de desarrollo intelectual del pequeño. Existen niños en nuestro medio que a los siete años están leyendo de corrido y comprendiendo perfectamente lo que leen. Y hay otros, por el contrario, que inician el bachillerato gagueando lastimosamente y con notables y gravísimos problemas de intelección.

Lo primero, pues, es enseñar a leer correctamente, despacio, marcando como es debido las pausas de comas, puntos y comas y puntos seguidos o finales. ¿Y qué mejor instrumento para enseñar a leer que un buen cuento infantil, hecho en letra grande, con párrafos cortos y adecuadamente ilustrado? El interés cognoscitivo del niño aumenta así considerablemente, debido a que cada vez quiere avanzar más para descubrir los incidentes, desarrollos y desenlace del texto. No hay duda alguna de que así se recuperaría no sólo la alegría de leer sino también la alegría de saber y de comprender.

Conozco personalmente el caso de un muchacho a quien le hicieron leer antes de tiempo El coronel no tiene quien le escriba y quien, como justísima y explicable represalia, le tomó una fobia iracunda a García Márquez.

–Yo no podía comprender –me confesó en una ocasión en charla de taller de literatura– cuál era la joda con ese puto gallo y con ese viejo que esperaba una carta que nunca llegó. Yo, simplemente, en esa edad, quería estar leyendo cosas de Las mil y una noches, por ejemplo. Cosas chéveres, parce.

–Lo que pasa –le contesté yo, retomando el viejo chiste de Gonzalo, el hijo de García Márquez– es que tú debiste haber leído la novela pensando en el gallo de los huevos de oro.

Concluyendo, el reto queda planteado. De parte de los educadores es menester investigación, selección adecuada de materiales bibliográficos, como ya se ha repetido, voluntad de trabajo, ánimo renovador, compromiso con la necesidad de brindar a nuestros pequeños una formación realmente integral que los capacite para afrontar con eficacia los azares y avatares del porvenir.

Tal vez así se acaben algún día los niños sicarios.


1 Petrini, Enzo. Estudio crítico de la literatura juvenil. Madrid, España, Editorial Rialp, 1963.

2 Belgrano Pardo, María Ruth. La literatura infantil en la escuela primaria. Buenos Aires, Argentina. Editorial Plus Ultra, primera edición, 1984. Pags. 18 y 19.

3 Op. cit. Pag. 51

4 Venegas Fonseca, María Clemencia. El autor y el lector: una relación de mutuo respeto. Ponencia. III Seminario de literatura infantil. Seduca, Medellín, octubre de 1990.

5 Hazard, Paul. Los libros, los niños y los hombres. Barcelona, España, Editorial Juventud, 1950.



  

Libro versus Televisión


Todo en el universo plantea una posibilidad de lectura, o, mejor dicho, se hizo para ser leído, vale decir decodificado, interpretado, discernido. La Naturaleza, por ejemplo.

Cuando el niño abre los ojos por primera vez empieza a ejercitar la lectura. “Lee” el sol, el perro, el gato, la flor, la sala, el juguete, a la madre, al padre, a la familia. “Lee”, asimismo, los sentimientos del afecto, del disgusto, de la emoción, de la aprobación y del rechazo.

Después, avanzando en su desarrollo cronológico e intelectivo, empezará a decodificar los signos de la escritura y, si tiene suerte, deseo, curiosidad y voluntad de deslumbramiento, entrará por la puerta grande en un nuevo pero a la vez viejo y eterno mundo de fascinaciones sin cuento: descubrirá el libro como herramienta de progreso cultural y como objeto de placer y felicidad.

Y eso es para los buenos lectores, en efecto. El libro abierto, poseído y penetrado con amor, no sólo rebasa el mero papel didáctico, que le es, ciertamente, consustancial, sino que posibilita todos los viajes o turismos deseables. De la tierra al cielo, del cielo al infierno, de las llanuras a las montañas, del labio a las profundidades del corazón humano, del éxtasis del abrazo a la atormentada combustión del odio, de las exultaciones del alma enamorada de su creador a los desgarramientos del solitario sin horizontes de salvación. Todo está en el libro, claramente explicado, confrontado, documentado. De ahí que nos sirva también para conocernos y actúe como un espejo que refleja lo nuestro, nuestros lados comunes y nuestras zonas más celosamente resguardadas o impenetradas. De pronto, un personaje, una acción, una frase, una actitud, nos hacen exclamar, entre admirados y sorprendidos: “¡Demonios! ¡Así soy yo!”. “¡Eso es lo que yo pienso!”.

¿Cuántas veces, leyendo, no hemos encontrado la clave largamente indagada de enigmas que parecían no tener solución? ¿Cuántas un simple pensamiento o grajea filosófica encontrados en un libro de frases no abre en nosotros una ventana en la oscuridad para ver la estrella que nos indicará el camino deseado?

El hombre que lee tiene, indudablemente, muchísimas más posibilidades de salvación que el que detesta o ignora los libros. Es, en consecuencia, un individuo superior, más libre, más justo, más sereno y, sobre todo, más feliz.

Expliquemos tales asertos:

Es superior porque no sólo desarrolla o despierta con la lectura ocultas posibilidades intelectuales, emocionales y espirituales, sino que, enriquecido con las vivencias, los sueños y los saberes ajenos, aquilata su personalidad, define con mayor claridad sus objetivos y proyecta más sólida y racionalmente su papel en el mundo y en la sociedad.

Más libre. El lector, al contrario del común de la gente, que se limita a adoptar verdades hechas vendidas por los medios de comunicación, desgraciadamente cada vez más despersonalizadores, reflexiona, discute, toma partido, en síntesis, no “traga entero”, como suele decirse popularmente. Esto es válido para todo, especialmente en materia política.

Más justo. La comunión con los libros templa, enaltece y purifica el carácter. Enfrentado a cualquier género de disyuntivas, el buen lector siempre votará por el camino de la justicia, porque ha aprendido a valorar a los individuos en su doble dimensión de materia y espíritu. Sin duda, difícilmente cometerá atropellos o se pondrá de parte de los desquiciadores del orden social. Sabe qué es bueno, qué es malo, disecciona, profundiza, compara, juzga. No se deja sobornar por espejismos ni por las tentaciones de un poder autocrático u opresor. Sabe que el hombre es cima y razón del universo y que lo que no conlleve a su mejorestar y bienandanza, es, en esencia, malo y repudiable.

Más sereno. La lectura genera hábitos bonancibles y sofrena las explosiones y disturbios del carácter. Podría decirse que la casi totalidad de los buenos lectores son gente ajena a beligerancias, que siempre cuenta hasta diez antes de responder insultos o agresiones y que, en general, convive con sus semejantes en la misma armonía y concordancia que con los libros.

Más feliz. Familiarizado con todos los dramas, ilusiones y desesperanzas, amores y desamores, victorias y derrotas, el lector aprende a captar la luz a través de las sombras y a comprender que nadie es enteramente malo ni bueno, feo ni bello, sabio ni ignorante. Interpreta las medias tintas. Se mueve en los términos medios. Evalúa y sopesa las probabilidades y las contradicciones. No confunde la felicidad con el paraíso ni el dolor con el infierno. Y sabe que, no obstante las crueldades y durezas del mundo, el hombre nació no para ser desdichado sino para ser feliz.

Y aquí la felicidad empieza por el camino de la sensualidad. Porque la lectura despierta en el lector consuetudinario una forma purísima de la sensualidad. Leer llega a ser como comer, como beber, como hacer el amor. Situado en su rincón, metido entre las páginas del libro hervoroso de episodios de alma o de carne, el lector aprende a gozar a plenitud tanto el dolor como el amor. Todo en él es un goce que conduce a su gradual perfeccionamiento tanto humano como espiritual y social.

Gracias a este mágico disfrute, al buen lector generalmente no le interesa la rimbombancia coruscante de la imagen ni se somete pasivamente a su creciente hegemonía. Aquello de que “una imagen vale más que mil palabras” lo deja indiferente, porque ha descubierto que lo realmente importante no es siempre la imagen sino lo que hay detrás de ella, sus significados y significantes, sus implicaciones y connotaciones, sus valores reales o imaginarios, posibles o hipotéticos. Y no se trata, ni mucho menos, de negar o combatir obtusamente los adelantos tecnológicos, sino de comprender que no siempre ellos representan un avance real en el enaltecimiento, valoración o dignificación del hombre.

Tal vez ninguno de los inventos modernos masifique, uniforme y aliene tanto como la televisión. Y aquí sería bueno plantear un paralelo entre ella y el libro.

Hagámoslo:

La televisión presenta la imagen hecha, acabada, total. Es. Ante ella no existe posibilidad de discusión ni de disensión. Es un asunto redondo, abrupto, totalizante, que le niega al receptor el desarrollo de toda creatividad. La chatura aliada con la omnipotencia.

En cambio el libro, el texto, posibilita nuevas lecturas inquietantes y suelta la imaginación, otorgándole al lector un hermoso papel de recreador o de coautor. Este repiensa los personajes, los hechos, las actitudes, los parlamentos, las incidencias, las influencias. Acomoda o reacomoda todo a su antojo. Hace más linda a la amada, o más apuesto al héroe, o más feo al monstruo, o más hermoso el paisaje, o más oscura o clara la noche, o más terrible, tronante o implacable la tormenta. Activando la imaginación y los recursos de la creatividad y de la fantasía, el lector, recluido en su sitio sagrado y apacible, abandona, de pronto, su pasividad para acceder al nivel de la coparticipación autoral.

Así que lo que es plano, fijo, inconmutable en la imagen gráfica, es móvil, fresco, cambiante y recreable en la página impresa. Está, además, lleno de savia, de sangre viva, de posibilidades al alcance de cualquier intento o esfuerzo imaginativo.

De ahí que, al contrario de lo que pasa con el televidente obseso y pasivo, el lector sea un ser intelectualmente dinámico, despierto, alerta a la comprensión de todos los fenómenos de la sociedad y, sobre todo, continuamente enriquecido y fortalecido tanto en sus ideas como en su lenguaje.

La influencia de la televisión ha sido analizada y cuestionada seriamente por diversos estudiosos. Así, por ejemplo, un profesor de literatura de cierto colegio inglés publicó en el suplemento educacional de “The Times”1 un ensayo bastante profundo, del cual pueden extraerse, entre otras, las siguientes conclusiones:

1a. – “Los adictos impenitentes a la televisión poseen poca capacidad de concentración para manejar el lenguaje oral y escrito”;

2a. –“Tienen menos cosas interesantes para hablar. Generalmente, sus temas de conversación se reducen a las películas y programas que ven”;

3a. – “El niño que se acostumbra a pasar el tiempo en su cuarto, viendo televisión, en vez de participar en las conversaciones de la familia, carece de un modelo de coherencia social que cuando se convierta en padre pueda reproducir en su hogar”;

4a. – “La televisión aparta a los niños de los juegos y los deportes, imprescindibles en su desarrollo”;

5a. – “Impide ejercitar la propia fantasía”;

6a. – “Las escenas de violencia quedan grabadas en la imaginación de los niños, deshumanizándolos, embruteciéndolos y privándolos de todo signo de compasión”.

Esto último es tan evidente que hasta Roald Dahl, el gran escritor galés autor de novelas juveniles tan inolvidables y deliciosas como El Superzorro, Las Brujas y Charlie y la fábrica de chocolate2, ha satirizado agudamente el fenómeno en Mike Tevé, personaje de este último libro.

Comprobemos cómo lo describe en su fiebre violenta, estimulada por la pantalla chica:

“El niño de nueve años estaba sentado delante de un enorme aparato de televisión, con los ojos pegados a la pantalla, y miraba una película en la que un grupo de gangsters disparaba sobre otro grupo de gangsters con ametralladoras. El propio Mike Tevé tenía no menos de dieciocho pistolas de juguete de varios tamaños colgando de cinturones alrededor de su cuerpo, y de vez en cuando daba un salto en el aire y disparaba una media docena de descargas con una u otra de estas armas. “¡Silencio!”, gritaba cuando alguien intentaba hacerle una pregunta. “¿No les he dicho que no me interrumpan? ¡Este programa es absolutamente magnífico! ¡Es estupendo! Lo veo todos los días. Veo todos los programas todos los días, hasta los malos, en los que no hay disparos. Los que más me gustan son los de gangsters. ¡Esos gangsters son fantásticos! Especialmente cuando empiezan a llenarse de plomo unos a otros, o a desenfundar las navajas, o a partirse los dientes con nudillos de acero! ¡Caray, lo que yo daría por poder hacer lo mismo! ¡Eso sí que es vida! ¡Es estupendo!”.

Analicemos, punto por punto, el problema planteado por el gran escritor:

La televisión no sólo empobrece los motivos y temas de conversación, como ya lo anotara el profesor inglés, sino que la elimina o reduce drásticamente, aislando al adicto y fomentando la incomunicación y el egoísmo personal.

Mike Tevé grita siempre, cuando alguien lo “importuna”:

– “¡Silencio! ¿No les he dicho que no me interrumpan?”.

La pasión televisiva llega a desarrollarse en formas tan enfermizas que incluso extermina la selectividad. Mike Tevé proclama con la mayor inocencia:

– “Veo todos los programas todos los días, hasta los malos”.

Y aquí el narrador coincide con el profesor de literatura en lo relacionado con la violencia, pues Mike Tevé explica que los malos programas son aquellos “en los que no hay disparos”.

El goce de la violencia, sicológicamente asumido por el pequeño fanático de la caja de imágenes, desarrolla, en rápido automatismo, un sentimiento brutal, al advertir Mike que “los gangsters son fantásticos, especialmente cuando empiezan a llenarse de plomo unos a otros”.

Todo esto no es una mera invención de adversarios gratuitos de la televisión, sino, por el contrario, una realidad incontrovertible, que no admite escamoteos ni atenuantes.

Ventilados los anteriores asuntos, tenemos que acceder a la conclusión de que el libro -tratamos siempre y naturalmente del buen libro- llevará las de ganar en un proceso imparcial de cualificación pedagógica y humanística.

“Dime lo que lees y te diré cómo piensas”, reza un refrán castellano.

Y Stendhal, un tipo que sabía lo que decía y sentía lo que escribía, afirmó alguna vez:

“Leer un buen libro representa uno de los más grandes placeres. A la vuelta de diez años se descubre que ha enriquecido el espíritu, y nadie negará que, en general, cuanto mayor es la cultura tanto menor es la existencia de pasiones incompatibles con la felicidad de los demás”.

“Uno de los más grandes placeres”, valga abundar en el asunto, es leer despacio, lentamente, comprendiendo, ejerciendo, como quien dice, una forma sutilísima de la sensualidad y el regodeo.

Aquí toca, obligatoriamente, aludir a otra de las graves amenazas que se ciernen sobre el libro: la lectura rápida. Creado especialmente para ejecutivos, gerentes y gente que desea informarse a la mayor brevedad sobre noticias, estadísticas y demás asuntos útiles, mas no necesariamente placenteros, este sistema riñe en su filosofía con la esencia de la gran literatura, que no es otra que el goce y paladeo de la palabra. Aquí lo que menos importa es la velocidad. En este y en otros casos el deleite consiste en demorarse bastante, en volver atrás, en repetir párrafos y páginas. Como quien dice, en chupar y rechupar la golosina.

Oscar Hernández Monsalve, poeta y cronista de sonreídas levedades, sintetiza buena parte de lo que se viene discutiendo en un pequeño texto titulado “Leer”, que hace parte de alguna de sus columnas publicadas en el diario El Colombiano:

“Cuando uno deja de ser niño y está leyendo tranquilamente un libro, un diario o le leen el tabaco en alguna parte, piensa en lo difícil que es esa tarea de aprenderse veintiocho signos para combinarlos hasta el infinito. De veras que, como casi todo en este mundo, es un hermoso milagro.

Y uno lee normalmente, saboreando, como le enseñaron y como se acostumbró para chuparse la lengua en cierto pasaje de los libros o de las cartas que ya no llegan más. Leer despacio... Qué placer meterse las palabras en el paladar y degustarlas como un caramelo.

Bien, eso es para algunos. Para otros está la maravilla de leer rápido en un curso especial que capacita para devorar un libro de doscientas páginas en dos horas. A lo mejor a eso se llama leer y de repente el lector se puede acordar hasta del título de la obra. Por mi parte necesito una academia que me enseñe a leer más despacio. Hasta llegar a una o dos palabras por minuto y así disfrutar de aquello que disfrutan los enamorados con tanto placer: la lengua...”.

El goce y la sensualidad de leer comienzan casi siempre en la infancia, con las primeras historias fantásticas y mágicas, adscritas, generalmente, a la narrativa potenciada por la tradición oral universal. ¿Qué escritor, o qué adulto lector, no recuerda con supremo alborozo y renovada emoción deslumbrada los cuentos maravillosos de Las mil y una noches, por ejemplo? Esa regia suma de las fantasías y de los sueños liberadores está siempre en los orígenes de toda persona culta, y a ella, como a la Biblia y como a El Quijote, se vuelve inevitablemente con el decurso de los años para reactivar el milagro en el reposado y maduro encanto de las relecturas.

Ya lo dijo William Faulkner:

“Los libros que leo son los que conocí y amé cuando era joven y a los que vuelvo como se vuelve a los viejos amigos”.

Por su parte, Graham Greene, anotó:

“En la infancia todos los libros son textos de adivinación que nos hablan del futuro, y, al igual que la pitonisa que ve en las cartas un largo viaje o una muerte en el agua, influyen en nuestro futuro”.

Francois Mauriac ratifica lapidariamente las citas precedentes:

“Tal vez yo fui influido sólo por los libros en los que me empapé durante tanto tiempo, los libros que leí en la infancia”.

Todo esto nos refuerza la idea archisabida de que lo que se siembra en la infancia florecerá en la edad adulta para bien o para mal. Y en el caso de las buenas lecturas ya se conoce el espléndido fruto.

El buen libro, pues, además de producir goce y felicidad, forma, informa y transforma. Y el buen lector cumple su acto epicúreo en todas partes. En el bus, en la sala de espera, en la peluquería, mientras come, mientras defeca. Con razón un loco poeta de la radio llamado Vargasvil, escribió lo siguiente:

Yo leo...
Yo leo en toda ocasión.
A mañana y tarde leo.
Leo libros de Platón
y también de Gali-leo.
Leo parado en tu puerta.
Incluso en tu cama, leo.
Y para cuando estés muerta,
también en tu mauso-leo.


1Citado en Coloquios de J.M., El Colombiano, 5 de abril de 1993, Medellín
2Dahl, Roald, Alfaguara, Madrid, España, 1990

     
  

Salvado por los cuentos y la lectura


(o una historia-ejemplo de cómo ésta puede transformar a las personas*)


Nací en Arma, un polvoriento y casi olvidado puebluco del norte del departamento de Caldas (Colombia). Mis padres, pueblerinos sencillos y luchadores, sabían leer pero no leían, como suele ocurrir con tantas personas sencillas. Además, en el pueblo no había ni librería ni biblioteca y los pocos, poquísimos libros de que se tenía alguna vaga noticia, estaban olvidados entre retratos y objetos de muertos al fondo de baúles alcanforados. La televisión no había llegado aún al país y el cine era apenas una noticia lejana.

Como entonces no existían los jardines infantiles ni los preescolares, en Arma la escuela se iniciaba a los siete años, época en que, según se creía, comenzaba “el uso de razón”. En 1947 entré pues a primer grado. Era un niño muy tímido, me ponía colorado por todo y gagueaba a veces lastimosamente. Descalzo y de pantalón corto como la mayoría, llegué a mi primer día de clase.

La escuela de varones Angel de la Guarda quedaba cerca de casa, al final de una calle donde acampaban de tarde en tarde los gitanos, en tregua o descanso de su eterno vagabundeo por las aldeas y montes tropicales. Era un edificio de dos plantas, con un patio enorme para el recreo, la educación física y la izada de bandera. Al fondo, junto a un árbol de mango frondoso y perpetuamente verde, estaba la tienda escolar, abarrotada de golosinas inalcanzables por la sencilla razón de que no tenía con qué comprarlas. Llevaba un lápiz, un cuaderno gordo, una cartilla de lectura, una regla y un borrador. Y, claro, un miedo terrible. Todo me aterraba: el estudio, el ambiente, los compañeros, muchos desconocidos por provenir del campo, y el maestro. Sobre todo el maestro.

Se llamaba don Emilio. Era un anciano de gafas gruesas, muy serio, y daba la extraña y peregrina impresión de vivir más para adentro que para afuera. Maestro por vocación, tenía una caligrafía bellísima, hablaba con suavidad y explicaba las lecciones con enorme paciencia. Desde el primer día me trató con especial deferencia, lo que logró que muy pronto me olvidara del miedo y empezara a adorarlo.

A esto contribuyó un hecho extraordinario. El año lectivo comenzó con febrero y, por allá en abril o mayo, un día cualquiera a las dos de la tarde, tras el regreso del almuerzo, pues la jornada era doble, paseándose lentamente por entre las dos hileras de pobres y desvencijados pupitres de madera, nos dijo, entre la creciente modorra del sofoco canicular:

–A partir de hoy, todos los días a esta hora les daré una clase muy especial: les contaré cuentos.

–¿Chistes? –preguntó alguien de la primera fila.

–No –explicó él con sonrisa comprensiva y gentil–. Lo que voy a contarles son historias muy bellas, que hacen crecer, ser feliz y soñar. Pero la pregunta es buena porque me permite aclarar una duda. Para ustedes cuentos son chistes, pero ahora saben lo que en verdad son. A ver, todos, ¿qué son cuentos?

–Historias muy bellas –contestó un coro.

–¿Y qué más?

–Que hacen crecer.

–¿Y qué más?

–Ser feliz.

–¿Y qué más?

–Soñar.

–¡Eso es! –aplaudió el maestro, con un entusiasmo que contagió a toda la clase.

Y, con voz pausada, pronunciando con claridad cada palabra, abriendo y cerrando escrupulosamente interrogaciones o admiraciones, relievando cada evento mágico, cada circunstancia de énfasis, cada elemento de éxtasis, gozando él mismo como cualquiera de los alumnos, que lo escuchábamos inmóviles y sin siquiera pestañear, nos contó durante todo ese primer año inolvidable centenares de historias deliciosas de los Hermanos Grimm, Hans Christian Andersen, Charles Perrault, Oscar Wilde y Rudyard Kipling, rematando con un sabroso ramillete de leyendas y consejas de la tradición popular universal.

La escuela había dejado de ser para todos los dichosos alumnos de don Emilio un simple lugar de aprendizaje para transformarse en un paraíso, vale decir, en un lugar de alegría y continuo embeleso.

Y, aunque el maestro era tan bueno y amable y enseñaba tan bien que todos le entendíamos y aprendíamos con facilidad, la hora que más amábamos y anhelábamos era la de las dos de la tarde.

Ya nadie se dormía,
ni se distraía,
ni bostezaba,
ni se quejaba,
ni se movía,
ni sentía sed,
ni quería ir al sanitario.

El silencio era tan completo y la atención tan concentrada que en la atmósfera calurosa del salón sólo reinaba, omnímoda y todopoderosa, la voz sabia y suavísima del maestro, tejiendo con su dicción impecable el raro prodigio del encantamiento y la felicidad.

Cómo sería el silencio que hasta el director de la escuela llegaba en ocasiones a admirar nuestro comportamiento.

–Usted es un mago, Emilio –le dijo una tarde, interrumpiendo el cuento de turno ante el desaprobador gesto de todos–. Oiga el griterío de los otros salones. En cambio aquí no se oye sino su voz. Estoy seguro de que si callara se percibiría hasta el vuelo de una mosca.

Modestamente, el maestro respondió:

–No soy yo el autor del milagro, señor director. Son los cuentos.

–Sí, pero usted hace el milagro de contarlos tan bien que puede mantener, quietas y aleladas, a esta manada de cabras bullosas. A veces pienso que por escucharlo contienen hasta la respiración.

–Tampoco así, señor director. No exagere.

–Usted no debería ser maestro sino encantador de cabras, Emilio.

Con una sonrisa, el maestro exclamó:

–¡Qué buen tema para un cuento!

Cuando salíamos por la tarde no sentíamos cansancio alguno, sino, por el contrario, una bella e indefinible sensación de liviandad, de gusto por la escuela y, sobre todo, de amor y admiración por ese maestro único y genial que de manera tan personal revolucionaba con el elemento lúdico-recreativo de los cuentos la pedagogía de la época.

Pero, como lo bueno no dura, sucedió que ese primer grado concluyó un día cualquiera, salimos a vacaciones y al regresar al año siguiente nos enteramos, con el alma destrozada por la pena, que don Emilio había sido trasladado a otro pueblo. El nuevo maestro no sólo detestaba los cuentos, dizque por fantasiosos e inútiles, sino que era rígido como un pilote de ferroconcreto, usaba la filosofía de “la letra con sangre entra” y estaba convencido de que la regla no era un instrumento de medición sino de castigo. Así que nos despedimos tristemente de los cuentos y nos esforzamos por atender –y entender– al ogro implacable y castigador. El aula había dejado de ser el lugar de asombro, felicidad y encantamiento, para transformarse casi en oscura sala de temor y desventura.

Sin embargo, el destino me tenía reservada una grata sorpresa. En tercer grado mi familia se trasladó al campo y yo debí hospedarme en casa de un tío materno, cuya esposa, llamada Leticia, adoraba los libros y leía siempre antes de acostarse.

Una noche en que ambos estábamos desvelados y el tío roncaba como una locomotora, la voz dulce y delicada de la tía política sonó de súbito en la oscuridad, preguntándome si deseaba que me contara un cuento mientras me dormía. Bendiciendo la vida y recordando a don Emilio, emocionadamente le dije que sí, que claro, que cómo no, que encantado...

Y entonces empezaron una vez más el milagro y la magia y, a través de ellos, la absorta fascinación del niño inmerso en el océano de la gran poesía universal, en el país de los sueños de nunca acabar, en el territorio fantástico de los gnomos y los dragones, de los príncipes y princesas y de los esforzados aventureros que nos dan siempre las mejores lecciones del éxito, porque a pesar de los más crueles eventos de infortunio, tarde o temprano terminan ganando todas las partidas.

Recuerdo, como si fuera hoy, que el primer cuento que me contó fue Los cisnes salvajes de Andersen. La historia conmovedora de los príncipes cisnes salvados por la hermanita tejedora me eriza todavía la piel.

Leticia manejaba su voz con sabiduría exquisita. Además, no parecía contando simplemente sino leyendo. En mi túnel de tinieblas nocturnas pensé algunas veces, mientras la escuchaba, que debía tener entre las manos un gran libro invisible cuyos renglones podía leer por alguna desconocida virtud taumatúrgica. Además, como era nativa de una población minera célebre entonces por sus brujas, nunca pude apartar de mi corazón la idea primaria y candorosa de que también ella lo fuera. ¿Cómo podía, si no, contar cosas tan bellas, con tanta frescura, encanto y habilidad?

Después del cuento de Andersen siguió con los de Las mil y una noches, que colmaron, más que nunca, mi emoción deslumbrada. Simbad el marino, Alí Babá y los cuarenta ladrones, las historias del caballo encantado, de Alí Cocha el mercader de Bagdad, de Aladino y la lámpara maravillosa, de... La voz de Leticia era para mí ni más ni menos que la mismísima voz de Scherezada entreteniendo el ocio y complaciendo la curiosidad del Sultán. Podría jurar que, de haber existido, el dichoso Sultán nunca habría gozado más que el humilde escolar, deleitosamente desvelado, suspenso y electrizado en su camastro durísimo.

Tras expurgar selectivamente Las mil y una noches continuó con Alejandro Dumas, Emilio Salgari y Paul Feval y, por último, se detuvo en Tartarín de Tarascón, el gran clásico quijotesco y risueño de Alphonse Daudet

Esa embrujadora tía–Scherezada era una verdadera enciclopedia viviente de lo maravilloso y tenía más amor por los cuentos que el más soñador de los escritores. A veces, recordándola, se me ocurre pensar que el zapatero de Odense que fue padre de Hans Christian Andersen, debió contarle sus cuentos al hijo con parecida intensidad emocionadora y engolosinante.

Tanto los cuentos de don Emilio como los de Leticia, escuchados de manera tan regalada y prodigiosa y en circunstancias tan claramente privilegiadas, me despertaron para siempre. Así que cuando terminé la educación básica primaria y tuve que irme a trabajar al campo para ayudar al sostenimiento de mi numerosa familia, de pronto, sentí la necesidad imperiosa de leer. Y empecé a leer vorazmente por las noches, a luz de vela, los domingos y días festivos, en todo rato libre. Primero fueron las historietas ilustradas, los novelines rosa y de vaqueros, luego los periódicos y revistas, y, después, gradualmente, los grandes libros de siempre, los que nunca traicionan, los que han pasado la barrera de los años, incólumes en su gracia, frescura y prestigio originales: los clásicos.

Y el muchacho fuerte, de manos callosas y tostado por todas las furias solares, volvió a revivir las emociones primigenias deparadas por el maestro y por la tía política. Leyó parsimoniosa y voluptuosamente las historias que ya sabía y centenares de otras más, igualmente arrebatadoras y electrizantes. Entre estas últimas le desatan aún fervor especialísimo títulos como Tom Sawyer, Moby Dick y el imponderable e inmarchitable Robinson Crusoe, clásico por excelencia de la narrativa aventuresca de todos los tiempos.

Y ocurrió que como leía con tanta delectación como concentración, aprendí no sólo ortografía y gramática sino innumerables y crecientes nociones universales sobre todo, al tiempo que enriquecía también mi vocabulario.

Después de leer y leer y leer, siempre contra la voluntad de mi padre, que pronosticaba que iba a quedarme ciego muy pronto “por esa manía de leer tonterías”, empecé a garrapatear historias absurdas, soñando con hacerme escritor.

–Ahora no le basta con leer tonterías sino que también las escribe –rezongaba papá, incapaz de comprender los anhelos y sueños de mi corazón.

A los veinte años, cuando ya había leído gran parte de la buena literatura mundial y emborronado decenas de cuadernos escolares, metí mis cosas en una caja de cartón y me marché a la ciudad de Medellín, donde fui acogido por una tía paterna, que al contrario de su hermano, aprobaba con entusiasmo mis sueños literarios.

Poco después fui a la editorial Bedout, hoy desaparecida y por entonces la principal de la ciudad y del país, y diciendo la mentira piadosa de que era escritor, obtuve la plaza de corrector de pruebas. Andando el tiempo sería director de la revista de la compañía, coordinador editorial, asesor literario y creador de varias coleccciones. En los ratos libres, entretanto, seguía trabajando mis historias y escribiendo columnas en el diario El Colombiano de Medellín.

En Bedout salieron libros como Cuento para soñar, La estrella deseada, Cuentos del amanecer, Tomasín Bigotes y Por la señal de la luz, que pronto empezaron a ganar lectores y a ser reeditados. Eran libros para chicos y en Colombia, después del ilustre poeta y fabulista Rafael Pombo (1833-1912), ningún escritor “serio” se ocupaba del asunto, no sé si por menosprecio, desconocimiento de su importancia o incapacidad técnica. Yo decidí hacerlo no sólo por juzgar la materia útil y trascendente sino porque deseaba desde el fondo del corazón devolver un poco de la alegría que don Emilio y Leticia me habían proporcionado en la niñez.

Retirado finalmente de la gestión editorial me dediqué a escribir de tiempo completo. De tarde en tarde, asimismo, dicto charlas y conferencias sobre promoción de lectura y hablo con padres y maestros de la necesidad de fomentar en niños y jóvenes ese precioso hábito, plataforma insustituible de un sistema educativo y cultural realmente eficaz.


* De las memorias del autor, todavía en busca de editor


  
 
Por favor: ¡léanme un cuento!


¿Qué hiciera yo para que mi padre, mi madre, mis hermanos mayores, mis tíos y mi abuelita comprendieran, por fin, que a mí me encantan los cuentos? Claro que todos piensan que a los niños de ahora, como yo, nos basta con la tele, con los juegos de computador o con las maquinitas. Pero en mi caso se equivocan. ¡Qué bello sería que por la noche, antes de acostarme, alguien sacara un libro y dijera: “Bueno, hoy te voy a leer este cuento”. ¡Adoro los cuentos de enanos, de brujas, de piratas, de fantasmas, de monstruos, de princesas y príncipes encantados! Algunos de mis amiguitos me hablan de eso y yo me muero de envidia de que a ellos les hayan leído las historias y a mí no. A mí solamente me olvidan y nada más. ¡Ah, con lo que me gustaría dormirme oyendo tantas aventuras bellísimas, tantas cosas lindas que lo ponen a uno a soñar, a volar por otros mundos, en compañía de seres extraños y maravillosos que sólo viven para la alegría! ¡Y como hay de cuentos bonitos! Cuentos viejos como el mundo, escritos, según me contaron, con plumas de ganso por señores empelucados, y cuentos nuevos, de ahora mismo, pensados por poetas que tienen el mismísimo sol metido adentro. Por desgracia, los míos no piensan en nada de eso. ¡Como ni siquiera leen ellos! En los libros la gente mayor les lee a los niños casi siempre y todos gozan por igual. ¡Pero quién me va a leer a mí! Miren, en este mismo momento todos están embobados con la tele. Por lo visto, otra vez deberé irme a mi cuarto solo, después de lavarme los dientes y de dar las Buenas Noches. Deberé, pero no lo haré. ¡Hoy tendrán que leerme algo! ¡Sí, señor! Tendrán que hacerlo porque voy a gritar. O mejor dicho, estoy gritando ya, en este momento, óiganme: POR FAVOR, ¡LÉANME UN CUENTO! 



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