lunes, 26 de septiembre de 2011

Muestra de obra narrativa





El elefante invisible


Copo de Nieve, el elefante, estaba muy preocupado desde hacía varios días porque había notado que nadie le prestaba la menor atención.
"Es muy raro”, pensaba, “que siendo yo el animal más grande del reino, pase inadvertido en todas partes, sin que nadie, ni siquiera los seres más pequeños y miserables, parezcan darse cuenta de mi existencia. ¿Qué diablos será lo que sucede?".
Su paso, sordo y fuerte, estremecía la tierra. Pero nadie, en efecto, se alteraba. Todos los animales seguían tranquilamente en lo suyo, como si en vez de un ser tan grande y monumental pasara un simple e insignificante ratoncillo.
Una vez, mientras descansaba nerviosamente, observando a los demás animales que lo ignoraban, escuchó que un mono le decía a un sapo:
–Mira, ¡una hormiguita roja!
–Va cargada de comida.
–¿En dónde tendrá la casa?
–Debe estar cerca. Sigámosla a ver.
"¡Una hormiga roja!", pensó Copo de Nieve. "¡Los muy idiotas detectan una mísera hormiga y en cambio a mí no me ven! ¿Habrase visto semejante anormalidad?".
Cada vez más perturbado, se preguntó si toda esa indiferencia no se debería, quizás, a falta de una mayor actividad de su parte, pues mientras él se movía lenta y pausadamente los demás animales corrían a toda hora, diligentes, impacientes, como si tuvieran mucho qué hacer y corrieran el riesgo de que el tiempo se les acabara antes de realizar sus importantes faenas.
"Haré como ellos", decidió, y echó a correr desaforadamente por todas partes, sin rumbo fijo, de aquí para allá y de allá para acá. Todo empezó a temblar y a crujir con estruendo inaudito.
"Esto les demostrará a todos que sí existo y tendrán que prestarme la atención que merezco", meditó.
Hecho terremoto y huracán recorrió el reino, amenazando con derribarlo todo. Sin embargo, los animales persistían en su indiferencia. Todos sufrían los efectos de la carrera, pero nadie lo mencionaba siquiera ni hacía el menor gesto reconocedor o identificador.
"¡Demonios!", se dijo entonces Copo de Nieve. "Esto se pone cada vez más extraño e incomprensible. A fe que no entiendo qué es lo que les pasa a estos idiotas. O lo que me pasa a mí".
Sin parar de correr ni de meditar, se le ocurrió, de pronto, la idea de que, tal vez por alguna extraña o mágica circunstancia, se hubiera vuelto invisible. Para salir de dudas, enrutó su carrera hacia un río y se detuvo ante el caudal móvil y espejeante. Por supuesto, era un elefante de verdad, normal, con su gran mole reluciente, su trompa descomunal y sus colmillos curvos, blanquísimos y enormes.
Al corroborarlo, barritó estrepitosamente. El aire retembló, como si un gran cristal fuera a romperse. Pero ningún animal dio signos de alarma. Todos siguieron en lo suyo. Imperturbables. Inconmovibles.
Dejando de barritar y de mirarse en el ondeante y fugitivo espejo del río, Copo de Nieve tomó entonces una decisión trascendental: iría a Palacio a descifrar el misterio.
Al llegar dijo que quería entrevistarse con el rey. Pero nadie lo vio ni le respondió. Insistió varias veces sin resultados. Después barritó, lleno de cólera, y las torres y columnas del edificio gubernamental vibraron a punto de irse a tierra.
Sin embargo, adentro y afuera, todo el mundo siguió apaciblemente su rutina de costumbre.
–¡Tendrán que reconocerme algún día! –bramó el elefante y, alejándose un poco, se echó frente a Palacio a esperar que saliera el rey.
Mientras esperaba, ignorado de todos, vio que pasaban unos monos legisladores, comentando entre sí con animación:
–¡El elefante no existe!
–¡Qué va a existir!
–Es mera fábula.
Al oír eso, Copo de Nieve movió enérgica y afirmativamente su trompa, exclamando:
–¡Yo sí existo, imbéciles! ¡Aquí estoy! ¡Mírenme y escúchenme!
Cuando horas después salió el rey, rodeado de guardias y ministros reverentes, el elefante se le acercó.
–Hola, Majestad –saludó.
El monarca movió la cabeza, pareció sorprenderse y, después, se hizo el desentendido.
–Hola, Majestad –repitió el elefante–. Soy yo, reconózcame, por favor. Dígame que soy real, visible. ¡Dígame que existo!
Pero, como si no lo viera ni lo escuchara, el rey dijo, respondiéndole a alguien que acababa de comentar, medio en serio y medio en broma, que le parecía haber visto un elefante por ahí:
–¡Tonterías! ¡El elefante no existe!
Sólo cuatro años después, desaparecido el rey, el pobre Copo de Nieve tuvo, finalmente, la satisfacción de que todos volvieran a sentirlo, verlo, oírlo y reconocerlo.
Fue entonces cuando comprendió, con no poco asombro, que, por su tamaño, había sido convertido en símbolo viviente de la corrupción del monarca y que en el reino, por una razón de tal naturaleza, hasta los elefantes pueden, un día cualquiera, ser borrados de la faz de la Tierra.




La colina del cuervo


En la cima de una colina pelada y rojiza había un solo árbol tan viejo como feo. Y en su única rama vivía un gran cuervo, solitario y pensativo.
¿En qué pensaba? En muchas cosas graves y oscuras. Pero la más importante de todas era, tal vez, la deforestación creciente del lugar.
Desde su nido miraba cómo los árboles eran talados sin misericordia y como la tierra se resecaba y aridecía cada vez más.
–Cada árbol que cae bajo el hacha o la sierra es una esperanza menos de vida para todos –murmuraba, y se preguntaba: –¿Qué hacer?
A los hombres no les preocupaba sino el dinero. Por obtenerlo hacían cualquier cosa, incluso matar la tierra, el agua y el aire. Los árboles eran todo eso. Y estaban desapareciendo.
Por las noches, mientras pensaba en tan grave problema, el gran cuervo sentía volar las brujas por encima de su nido, charloteando y carcajeándose como si estuvieran en un costurero.
–¡Qué viejas tan bullosas! –rezongaba, malhumorado.
Cansado de soportarlas, cierta noche se irguió en su nido y les graznó:
–Les prohíbo terminantemente volver a pasar por aquí.
–¿Cómo así? –preguntó la más vieja, fea y horrible de todas–. ¿Y con qué derecho dices tal cosa?
–Con el derecho que me da ser habitante de esta colina, de este árbol y de este nido.
–¿Y si no te obedecemos qué pasará?
–¡Casi nada! Llamaré a mis hermanos y les sacaremos los ojos a todas.
Durante las próximas dos noches, el gran cuervo durmió sin interrupción alguna, pues las brujas no pasaron. Pero a la tercera enviaron al árbol una delegación. Querían llegar a un acuerdo amistoso para poder seguir transitando libremente por allí.
–¿Y por qué tienen que hacerlo precisamente por donde causan problemas? –preguntó el cuervo–. ¿Por qué no pasan por otra parte?
–Porque esta colina es el único punto de orientación en nuestros vuelos –le respondieron.
–Problema de ustedes, no mío –sentenció el cuervo, inflexible.
–Por eso queremos un acuerdo contigo. Dínos qué quieres a cambio de no molestarnos.
–Por ahora no se me ocurre nada. Déjenme pensarlo –fue la respuesta.

Durante el resto de la noche el gran cuervo le dio vueltas y más vueltas al asunto, sin encontrar ninguna solución. Pero a la mañana siguiente, conversando con un pájaro carpintero que paró en su árbol a saludarlo, se le ocurrió una idea genial. El carpintero, sumamente perjudicado por la cada vez más angustiosa tala de árboles, acababa de decir que sería magnífico que alguien resembrara los derribados.
–Yo sé quienes lo harán –comentó entonces el cuervo.
Y por la noche, cuando regresaron las brujas, les dijo:
–Podrán volver a pasar por aquí con dos condiciones.
–¿Cuáles?
–La primera, que lo hagan en silencio, y la segunda, que resiembren todos los árboles talados en la colina. Mejor dicho, que por cada vez que pasen por aquí cada una de ustedes siembre diez árboles.
Las brujas se miraron entre sí, sorprendidas.
–¿Y por qué esa segunda condición tan rara? –preguntaron.
–Porque si no nos preocupamos de los árboles la naturaleza se acabará.
–¡Ay! ¡Sí, queridas! –argumentó la bruja más joven–. Recordemos que si se acaban los árboles nosotras no podremos volver a volar. ¿De dónde sacaremos los palos de nuestras escobas? Además, a mí me gusta más tirarme a volar de la copa de los árboles que de los tejados. ¡Es mucho más lindo!
Desde entonces, cada mañana amanecen centenares de brotes verdes de árboles en la pelada colina.

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