Nacido en plena selva, hijo de madre secuestrada, el pequeño Emmanuel conocía árboles, ríos, arroyos, senderos estrechos entre la espesa vegetación, una bola roja llamada Sol, que iluminaba los días, y otra, pálida y melancólica, llamada Luna, que algunas noches filtraba su resplandor por entre los ramajes. También conocía los pájaros, las ardillas, los conejos, las mariposas que bailaban entre las flores y hasta las serpientes que se deslizaban como relámpagos zigzagueantes por entre la manigua.
Los sonidos de la selva eran amables en ocasiones, sobre todo el canto de las aves, música que volaba. Escucharlas lo hacía sonreír. Pero no todos los sonidos eran gratos y alegraban el oído. Con frecuencia unos pájaros gigantes aparecían en el cielo, muy arriba de las altas copas de los árboles, vomitando fuego y haciendo temblar el mundo. Los señores armados con los que vivía y otros más, flacos, pálidos, tristes y encadenados, salían huyendo, mientras mamá Clara lo llevaba en los brazos, tropezando, cayendo, levantándose y llorando. ¡Fuego, fuego, fuego! ¡Huir, huir, huir! Él no sabía qué era huir pero huía. Desde siempre había huido con todos los demás. Y al huir sentía mucho miedo, mucho temblor de miedo, sin saber qué era miedo. Cantaban los pájaros, retozaban las mariposas, silbaba el viento, caballito invisible agitando ramas verdes y floridas. Y, de pronto, otra vez, una y otra vez, cuando menos se esperaba, ¡bam! ¡bum! ¡bam! Los pajarracos lanzando candela y tumbándolo y quemándolo todo. Atrás el incendio. Adelante el miedo. Huir, huir, huir desesperadamente y sin saber adónde.
La madre miraba con lástima a los encadenados, que tropezaban y caían más que los otros huyentes, y algunas veces hablaba de Ingrid, su amiga del alma, que también huía en alguna otra parte de la selva, triste, tristísima, flaca, flaquísima y con el pelo tan largo que más parecía una seca planta sufriente con un par de raíces andantes.
Emmanuel no sabía nada de nada, pero una vez había visto en un vidrio luminoso un montón de casas y edificios con calles y avenidas y carros y más carros y gente y más gente circulando por todas partes. Todo le pareció muy bonito y desde entonces sintió deseos de estar allí, entre esa gente que no tenía que huir por la selva bajo el fuego de los pájaros enemigos y que parecía vivir tranquila porque entre ella no había, como a su lado, tristes encadenados callando, suspirando o llorando a todas horas.
Una noche, mientras huía en brazos de mamá Clara se durmió y pronto empezó a soñar, sin saber que soñaba, que el señor anciano de cachucha y toalla al hombro llamado don Manuel, que a veces lo cargaba y le acariciaba la cabeza como un abuelo, decía que ahora sí iba a firmar un acuerdo para liberar a todos los encadenados y para hacer la paz, porque después de tanto pelear ya bastaba y él y sus “muchachos” necesitaban descansar siquiera una vez antes de poder morirse en la cama limpia de una casa segura. Sin embargo, advertía que para lograrlo el señor bravo, gritón e insultador de la ciudad debía poner también algo de su parte y entender que la paz se firma en la guerra, negociando con los enemigos.
Y mientras Clara seguía huyendo, cayendo, tropezando, levantándose y la tempestad de fuego y plomo no amainaba en la selva, el niño soñó también que el señor de la ciudad, ablandado en su áspero corazón amamantado por la bestia de la soberbia, decía que ahora sí firmaría porque él también estaba cansado de la guerra y de la muerte.
Hubo una pausa en el sueño motivada por el monótono zumbar de los zancudos en las orejas y por el dolor de sus lancetas en la cara y después el pequeño, cargado ya no por mamá Clara sino por el mismo don Manuel, volvió a dormirse y a soñar y entonces vio que el anciano, sin dejar de cargarlo, entraba en la ciudad con toda su gente y todos los secuestrados, ya no tristes sino libres y sonrientes, y entre ellos por fin conoció a Ingrid, la amiga de mamá, quien le dio un beso largo, largo y lo acarició tanto, tanto y le dijo tantas, tantas cosas dulces, dulcísimas que sin entenderlas lo pusieron a reír como nunca había reído en su vida apenas estrenada.
Al llegar a un lugar muy grande lleno de trapos de colores que se movían con el viento, don Manuel lo alzó contra la luz del sol y la mirada de asombro agradecido de todos y exclamó con voz emocionada:
–Yo vengo de la guerra a traerles la paz y este niño es la semilla del futuro.
Pero lo que más le gustó a Emmanuel fue cuando todos los secuestrados, abrazados con amigos y enemigos, gritaron a una sola voz algo que, sin entenderlo, le sonaba como música y le sabía como miel:
–¡Paz para todos! ¡Paz para siempre! ¡Libertad, libertad, libertad!
Cuando al fin el pequeño soñador despertó el sueño se había hecho realidad y por todas partes reinaba la Navidad.
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