miércoles, 21 de septiembre de 2011

Sueño de Navidad




Nacido en plena selva, hijo de madre secuestrada, el pequeño Emmanuel conocía árboles, ríos, arroyos, senderos estrechos entre la espesa vegetación,  una bola roja llamada Sol, que iluminaba los días, y otra, pálida y melancólica, llamada Luna, que algunas noches filtraba  su resplandor por entre los ramajes. También conocía los pájaros, las ardillas, los conejos, las mariposas que bailaban entre las flores  y hasta las serpientes que se deslizaban como relámpagos zigzagueantes por entre la manigua.

Los sonidos de la selva eran amables en ocasiones, sobre todo el canto de las aves, música que volaba. Escucharlas lo hacía sonreír. Pero no todos los sonidos eran  gratos y alegraban el oído. Con frecuencia unos pájaros gigantes aparecían  en el cielo,  muy arriba de  las altas copas de los árboles, vomitando  fuego y haciendo temblar el mundo. Los señores armados con los que vivía y otros más, flacos, pálidos, tristes y encadenados, salían huyendo, mientras mamá Clara lo llevaba en los brazos, tropezando, cayendo, levantándose y llorando.  ¡Fuego, fuego, fuego! ¡Huir, huir, huir! Él no sabía  qué era huir pero huía. Desde siempre había huido con todos los demás. Y al huir sentía  mucho miedo, mucho temblor de miedo, sin saber qué era miedo. Cantaban los pájaros,  retozaban las mariposas, silbaba el viento, caballito invisible agitando  ramas verdes y floridas. Y, de pronto, otra vez, una y otra vez, cuando menos se esperaba, ¡bam! ¡bum! ¡bam! Los pajarracos  lanzando  candela y  tumbándolo y quemándolo todo. Atrás el incendio. Adelante el miedo.  Huir, huir, huir desesperadamente y sin saber adónde. 

La madre miraba con lástima a los encadenados, que tropezaban y caían más que los otros huyentes, y algunas  veces hablaba de  Ingrid, su amiga del alma, que también huía en alguna otra parte de la selva, triste, tristísima, flaca, flaquísima y con el pelo tan largo que más parecía una seca planta sufriente con un par de raíces andantes.

Emmanuel  no sabía  nada de nada, pero  una vez había visto  en un  vidrio luminoso un montón de casas y edificios con calles y avenidas y carros y más carros y gente y más gente circulando por todas partes. Todo le pareció muy bonito y desde  entonces sintió deseos de estar  allí, entre esa gente que no tenía que huir por la selva  bajo el fuego de los pájaros enemigos y que parecía vivir  tranquila porque entre ella  no había, como a su lado,  tristes encadenados callando, suspirando o llorando  a todas horas.

Una noche, mientras  huía en brazos de mamá  Clara se durmió y pronto  empezó a soñar, sin saber que soñaba, que el señor anciano  de  cachucha y  toalla al hombro llamado don Manuel, que a veces lo cargaba y le acariciaba la cabeza como  un abuelo,  decía que  ahora sí  iba a  firmar un acuerdo  para liberar a todos los encadenados y para  hacer la paz,  porque después de tanto pelear ya bastaba y él y  sus “muchachos” necesitaban descansar siquiera una   vez antes de poder morirse en la cama limpia de una  casa segura.  Sin embargo, advertía que para lograrlo el señor  bravo, gritón e insultador de la ciudad debía poner también algo de su parte y entender que la paz se firma en la guerra, negociando con los enemigos.

Y mientras Clara seguía huyendo, cayendo, tropezando, levantándose y la tempestad de  fuego y plomo  no amainaba en  la selva,  el niño soñó también que el señor de la ciudad, ablandado en su  áspero corazón amamantado por la bestia de la soberbia, decía que ahora sí firmaría porque él también estaba cansado  de la guerra y de la muerte.

Hubo una pausa en el  sueño  motivada por el monótono zumbar de los zancudos en las orejas y por el dolor de sus lancetas en la cara y después  el pequeño, cargado ya no por  mamá Clara sino por el mismo don Manuel, volvió a dormirse y a soñar y entonces vio que el anciano, sin dejar de cargarlo, entraba en la  ciudad con toda su gente y todos los secuestrados, ya no tristes sino libres y sonrientes, y entre ellos por fin conoció a Ingrid,  la amiga de mamá, quien le dio un  beso  largo, largo y lo acarició tanto,  tanto y le dijo tantas, tantas cosas dulces,  dulcísimas que sin entenderlas lo pusieron a reír como nunca había  reído en su vida apenas  estrenada.

Al llegar a un  lugar muy grande lleno de trapos de colores  que se movían con el viento,  don Manuel lo alzó contra la luz del sol y la mirada de  asombro agradecido de todos y exclamó con voz emocionada: 

–Yo vengo de la guerra a traerles la paz y este  niño es  la semilla del futuro.

Pero lo que más le gustó a Emmanuel fue cuando todos los secuestrados, abrazados con amigos y enemigos,  gritaron a una  sola voz algo que, sin entenderlo,  le sonaba  como música y le sabía como miel:

–¡Paz para todos! ¡Paz para  siempre! ¡Libertad, libertad, libertad!

Cuando al fin el pequeño soñador  despertó el sueño se había hecho realidad y  por todas partes reinaba la Navidad.

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