martes, 27 de septiembre de 2011

Mi primera cartilla

Por Hernando García Mejía
Especial para Día D

Fluía el año de gracia de 1947 cuando inicié la educación primaria, mi única y verdadera educación. Iba a cumplir siete años y era un niño tímido, gagueante y solitario. Arma, mi pueblo natal del norte de Caldas, se desperezaba entre bostezos campesinos. Pocos sabían leer, pero, como mis padres, no leían sino lo necesario. Por eso, cuando entré a la escuela y comencé a ver  cuadernos, lápices, borradores, cartulinas, tableros, tizas y cartillas para aprender  no sólo a leer sino a escribir, supe que ambas cosas eran importantes en la vida y que, por supuesto, me gustaría aprenderlas con el máximo empeño e interés.

Entre  todos esos  útiles –palabra entonces rara y desconocida para mí– estaba Primera  jornada, de Álvaro Marín V. y Alejandro Cano H., la cartilla  con la cual inicié mis  pasos por el mágico  mundo de las  letras, que, juntadas con armonía y sapiencia, andando el tiempo me harían descubridor de maravillas, averiguador de enigmas, codicioso aventurero de ignotas geografías del espíritu  humano y glotón de sabrosuras  sin cuento. Por un regalo de la  gracia divina, tan dichosa embriaguez de cosas bellas  me haría después escritor.

Desde el principio me encantó la cartilla.  Para  una época en la cual la imprenta sólo estaba empezando a tecnificarse en Colombia, gracias al empeño visionario de  don Félix de Bedout Moreno y de  la  pujante empresa editorial que llevaba su nombre, Primera jornada era bella,  muy bien diseñada e impresa. Tenía letras grandes, dibujos graciosos, algunas adivinanzas y, al final, la linda historia abreviada de  Jorge Sand, “La camisa de Alberto”,  para cuya elaboración se juntaron un cordero que aportaba la lana, un rosal espinoso que la cardaba, una araña laboriosa y gentil que la tejía, un diligente cangrejo que la cortaba con sus tijeras afiladas y un pajarillo amigo que la  cosía con su pico  y sus  patas. En esa  acción  comunal en la que participaron elementos y animales amigos, que el niño pobre y descamisado había protegido, subyacía, bella y hondamente, una gran lección de humanidad, bondad y generosidad.

Elaborada  bajo los preceptos del método ideo-visual, tal como se afirmaba en el prólogo de letra menuda e itálica, o bastardilla, como decíamos antes los  editores y entendidos, la cartilla comenzaba, justa y necesariamente, “por el desarrollo  de las aptitudes sensoriales en el niño mediante el conocimiento de la forma y color de los objetos, distinción de formas y colores, tamaño y distancias, acciones y posiciones, etc.”. Esto con el objeto de cumplir “con los más elementales principios de educación funcional que aconsejan el cabal desarrollo de las funciones mentales del niño antes que la adquisición de conocimientos muchas veces improcedentes aun dentro de la misma comunidad escolar”. Más adelante, en el mismo prólogo, se anunciaba algo  que para mi curiosidad indagadora y mi futuro de narrador, habría de ser fundamental: “En este libro, nuevo por muchos aspectos, encuentran los niños de Colombia y América todo cuanto su mundo infantil les demanda:  historietas y cuentos, fábulas y bellas poesías, gracioso folklore, dibujo e interpretación de escenas, números para recordar  y adivinanzas para reír”.

Ahora, cuando ya han transcurrido tantos años después de esa  linda experiencia iniciática y fundacional, el antiguo niño que fui regresa, disfrazado de hombre maduro  cargado de  lecturas y de libros propios y ajenos, a la misma cartilla de los orígenes.  Y al  repasar sus páginas, dibujadas por Heinz Wallenberg,   ablandado en su duro coraje por  una ternura casi lindante  con el llanto de las cosas perdidas para siempre, vuelve a gozar y a emocionarse con lo que otrora  concitó su felicidad. Vuelve a ver  ese “Pertenezco a” de la página 7, enmarcado entre los dibujos de El renacuajo paseador, de Rafael Pombo, y, si no fuera porque el libro es prestado y no propio (¡Qué dicha poder conservar el mío!), ahora mismo  sacaría el lápiz y pondría sobre esas dos rayas Hernando García Mejía.


Pero, bueno, basta de  melosas aunque gratas sensiblerías. Sigamos  pasando páginas amables, cuyos colores, ahora, ante el esplendor, perfección y pureza de las novísimas técnicas de impresión,  resultan  paliduchos, mas  no menos seductores y preciosos. En la página 16, un gigante soberbio y desafiante, armado de áspero garrote, parece  querer intimidar a un enano  de gorro rojo, hacha y lamparilla para los bosques de la noche. En la 21, en  una micro-historia muda de cuatro escenas,  titulada “¡Buenos amigos!”,  un par de niños pasan ante  un  árbol  cargado de frutos y protegido por una reja. Uno de ellos le ayuda al otro a escalarla, traspasarla y  coger los frutos, al cabo de lo cual tienen que  huir ante la furiosa aparición del dueño, que los  amenaza con gestos coléricos.  Por su  toque de travesura típicamente infantil, todos en el aula  amábamos  dicha página. En la lámina de la página 37, esa mamá  y ese niño elegantísimos nos causaban envidia, al compararlos con nosotros mismos,  arrapiezos descalzos, y con  nuestras mamás, pobres y descuidadas por las luchas de la vida. La ilustración de la página 45, con la madre  rubia de sombrero, sentada en una banqueta ordeñando  en un balde a la vaca y el pequeñuelo tomando leche caliente y espumosa  a su lado, mientras el caballo, el cerdo, la gallina y los pollitos se movían al lado, sobre el verde césped,  nos identificaba con nuestro ambiente nativo.  En la página 53, un perro, que  bien podría ser el nuestro, el de todos,  perseguía a un hombre armado, posiblemente un ladrón sorprendido in fraganti. La escena nos gustaba por su gran movimiento. En la  página 82 aparecía un herrero, fabricando una herradura sobre el yunque. También nos encantó, especialmente a mí, por la sencilla razón de que  cerca de mi casa había uno de verdad y  proveía herraduras para las bestias del pueblo y del campo, incluidas  las de  papá. El dibujo de la página 99 causaba hilaridad: mostraba un gato gris que desde  la rama de un árbol desafiaba a un perro, que antes seguramente lo perseguía y que ahora ladraba, abajo, furibundo de impotencia. “¡Sube! ¡Sube, amigo! Aquí te espero…”,  invitaba el pillo.

Como una  primera muestra de la buena poesía, que  después me marcaría para siempre,  la página 103 traía el dibujo de una madre, besada tiernamente por su hija, y “Caricia”, este pequeño, límpido y lindísimo texto de Gabriela Mistral, que no tardé en memorizar  y recitar:

Madre, madre,  tú me besas,
pero yo te beso más.
Como el agua en los cristales
son mis besos en tu faz.
Te he besado tanto, tanto,
que de mí cubierta estás.

Pero, definitivamente, lo que constituyó mi  mayor alegría  y mi  más gratificante orgullo, fue  ver que la página 107, dedicada a  Bogotá, comenzaba con mi propio nombre: “Hernando  conoce  ya a Bogotá”.

–¿Es verdad eso? –me preguntaron varios condiscípulos.

–Claro –contesté, sacando pecho  y ya con ímpetu e ínfulas de fabulador y andariego.

–¡Qué bueno pa’ vos! –aplaudieron  en coro, incapaces de  ninguna duda, pues  si  en la cartilla lo decía debía ser  cierto.

Finalmente, la  página 120 traía otro poema,  que también me fascinó y me aprendí de memoria. Se trata de  “Cuando sea grande…”, de Álvaro Yunque:

Mamá: cuando sea grande
voy a hacer una  escalera
tan alta que llegue al cielo
para ir a coger estrellas.

Me llenaré los bolsillos
de estrellas y de cometas
y bajaré a repartirlas
a los chicos de la escuela.

Pero a ti voy a traerte,
mamita,  la luna  llena,
para que alumbres la casa
sin gastar en luz eléctrica.

Que otros hablen de la Alegría de leer, de Nacho, cuyo autor, Jorge Luis Osorio Quijano, fue uno de mis mejores amigos, de Carlitos, Coquito o la Cartilla Charry.  Yo hablo de Primera jornada, que  me marcó  tanto como los cuentos que me contaban todos los días a las dos de la tarde don Emilio Valencia, mi primer maestro, y Leticia, mi tía política,  todas las noches antes de dormirme (ambos evocados con amor y gratitud en Salvado por los cuentos, mis memorias de escritor (Gana  Editores, Medellín, 2006).  Tanto  influyó en mí  esta  dichosa  e inolvidable cartilla, que muchos  años después hice dos  parecidas, o, al menos, inspiradas en su método pedagógico-literario: El pollito lector, para niños de  preescolar y primer año,  y El pollo lector, para chicos de  tercero  en adelante.  Ambas circulan  bajo el sello de Editorial Migema de  Bogotá y, sin alarde alguno,  gozan de bastante acogida nacional.

¡Ah, quién volviera a ser niño para  llevar de nuevo entre los útiles y cuadernos  o bajo el brazo mi Primera  jornada!


5 comentarios:

Jesús Antonio Báez dijo...

Que hermosos recuerdos. Gracias a la vida y a seres que vuelven himnos las nostalgias.

Anónimo dijo...

Que lindos recuerdos.
como me gustaría en estos momentos tener un ejemplar original de la época.
Quisiera saber como y donde lo puedo adquirir.
Gracias
Atte,
lumakarlo@hotmail.com

Anónimo dijo...

Donde se puede conseguir los cuatro ejemplares de la cartilla Alegria de Leer, asi sean en fotocopia .

Muchas gracias

Ana Maritza dijo...

Mis mejores recuerdos de la escuela, al compás de la regla de madera y pizarra

Anónimo dijo...

Yo quisiera ver la primera con la que yo aprendí a leer y se llamaba. Mi primera jornada. Si alguien sabe por favor me avisan gracias 🙂

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